De Arte Sacro en Oriente y Occidente. Publicado de nuevo en The Essential Titus Burckhardt,
World Wisdom, 2003
Cuando los historiadores del arte aplican el término «sagrado» a todas y cada una de las obras que tienen un tema religioso, pasan por alto el hecho de que el arte es esencialmente forma. Un arte no puede llamarse sagrado únicamente porque sus temas deriven de verdades espirituales; su lenguaje formal también debe derivar de la misma fuente. Este no es en absoluto el caso de un arte religioso como el del Renacimiento o el Barroco, que, en lo que se refiere al estilo, no difiere en nada del arte fundamentalmente profano de esos periodos; ni sus temas, que, de manera totalmente externa y por así decirlo literaria, toma de la religión, ni los sentimientos devocionales de los que a menudo está impregnado, ni siquiera la nobleza de alma que a veces encuentra expresión en él, bastan para conferirle un carácter verdaderamente sagrado. Ningún arte merece el epíteto de sagrado a menos que sus propias formas reflejen la visión espiritual característica de una religión concreta.
Cada forma «vehicula» una cualidad particular del ser. El tema religioso de una obra de arte puede estar meramente superpuesto a una forma, en cuyo caso carece de toda relación con el «lenguaje» formal de la obra, como demuestra el arte cristiano desde el Renacimiento. Tales producciones no son más que obras de arte profanas de tema religioso. Por otra parte, no hay arte sagrado que sea profano en la forma, pues existe una rigurosa analogía entre forma y espíritu. Una visión espiritual encuentra necesariamente su expresión en un lenguaje formal particular. Si este lenguaje se ha olvidado -con el resultado de que un arte llamado sagrado toma sus formas de absolutamente cualquier tipo de arte profano- significa que ya no existe una visión espiritual de las cosas.
No tendría sentido tratar de excusar el estilo proteano de un arte religioso, o su carácter indefinido y mal definido, aduciendo la universalidad del dogma o la libertad del espíritu. Si bien es cierto que la espiritualidad en sí misma es independiente de las formas, ello no implica en modo alguno que pueda expresarse y transmitirse mediante cualquier tipo de forma. Por su esencia cualitativa, la forma ocupa en el orden sensible un lugar análogo al de la verdad en el orden intelectual; éste es el significado de la noción griega de eidos. Del mismo modo que una forma mental, como un dogma o una doctrina, puede ser un reflejo adecuado, aunque limitado, de una Verdad Divina, una forma sensible puede retratar una verdad o una realidad que trasciende tanto el plano de las formas sensibles como el plano del pensamiento.
Todo arte sagrado se basa, pues, en una ciencia de las formas o, dicho de otro modo, en el simbolismo inherente a las formas. Hay que tener en cuenta que un símbolo sagrado no es un simple signo convencional, sino que manifiesta su arquetipo en virtud de una cierta ley ontológica. Como ha observado Ananda Coomaraswamy, un símbolo sagrado es, en cierto sentido, aquello que expresa. Por esta misma razón, el simbolismo tradicional nunca carece de belleza. En términos de una visión espiritual del mundo, la belleza de un objeto no es otra cosa que la transparencia de sus envolturas existenciales. Un arte digno de ese nombre es bello porque es verdadero.
No es posible ni necesario que todo artista o artesano dedicado al arte sagrado sea consciente de la Ley Divina inherente a las formas; sólo conocerá ciertos aspectos de ella, o ciertas aplicaciones que surgen dentro de los límites de las reglas de su oficio. Estas reglas le permitirán pintar un icono, modelar un vaso sagrado o practicar la caligrafía de forma litúrgicamente válida, sin que le sea necesario conocer el significado último de los símbolos con los que trabaja. Es la tradición la que transmite los modelos sagrados y las reglas de trabajo, y garantiza así la validez espiritual de las formas. La tradición posee un poder secreto que se comunica a toda una civilización y determina incluso aquellas artes y oficios cuyos objetos inmediatos no incluyen nada especialmente sagrado. Este poder crea el estilo de una civilización tradicional. Un estilo -algo que no puede imitarse desde el exterior- se perpetúa sin dificultad, de manera casi orgánica, por la sola fuerza del espíritu que lo anima.
Uno de los prejuicios modernos más tenaces es el que se opone a las reglas impersonales y objetivas de un arte por temor a que ahoguen el genio creador. En realidad, no hay obra tradicional -regida por principios inmutables- que no exprese sensiblemente la alegría creadora del alma; el individualismo moderno, por el contrario, ha producido, aparte de algunas obras de genio que, sin embargo, son espiritualmente estériles, toda la fealdad -la fealdad sin fin y sin esperanza- de las formas que llenan la «vida ordinaria» de nuestro tiempo.
Una de las condiciones fundamentales de la felicidad es saber que todo lo que uno hace tiene un sentido eterno; pero, ¿quién puede concebir aún hoy una civilización en la que todos sus aspectos vitales se desarrollen «a semejanza del Cielo»? En una sociedad teocéntrica, la actividad más humilde participa de esta bendición celestial.
El objetivo último del arte sacro no es evocar sentimientos o comunicar impresiones; es un símbolo, y como tal emplea medios simples y primordiales. En ningún caso puede ser más que alusivo, pues su verdadero objeto es inefable. Es de origen angélico, porque sus modelos reflejan realidades supraformales. Al recapitular la creación -el «arte divino»- en parábolas, demuestra la naturaleza simbólica del mundo y libera así al espíritu humano de su apego a los «hechos» burdos y efímeros.
La tradición hindú formula explícitamente el origen angélico del arte. Según el Aitareya Brâhmana, toda obra de arte en el mundo se realiza por imitación del arte de los devas, «ya sea un elefante de terracota, un objeto de bronce, una prenda de vestir, un adorno de oro o un carro de mulas».
Las leyendas cristianas que atribuyen un origen angélico a ciertas imágenes milagrosas, ejemplifican la misma idea.1
Los devas no son ni más ni menos que funciones particulares del Espíritu Universal, expresiones permanentes de la Voluntad de Dios. Según una doctrina común a todas las civilizaciones tradicionales, el arte sagrado debe imitar el Arte Divino, pero debe entenderse claramente que esto no implica en modo alguno que deba copiarse la creación Divina acabada, el mundo tal como lo vemos, pues ello sería pura pretensión. Un «naturalismo» literal es ajeno al arte sagrado. Lo que debe copiarse es la manera de obrar del Espíritu Divino2. Sus leyes deben transponerse al ámbito restringido en el que el hombre trabaja como hombre, es decir, a la artesanía.
En ninguna doctrina tradicional la idea del Arte Divino desempeña un papel tan fundamental como en la doctrina hindú. Pues Mâyâ no es sólo el misterioso Poder Divino que hace que el mundo parezca existir fuera de la Realidad Divina, y como tal es la fuente de toda dualidad y de toda ilusión; sino que Mâyâ, en su aspecto positivo, es también el Arte Divino que produce toda forma. En principio, Mâyâ no es otra cosa que la posibilidad del Infinito de limitarse a Sí mismo, y de convertirse así en objeto de Su propia «visión», sin que Su infinitud se vea por ello limitada. De este modo, Dios se manifiesta y no se manifiesta en el mundo. Se expresa y calla.
Del mismo modo que, en virtud de su Mâyâ, el Absoluto objetiva ciertos aspectos de Sí mismo, o ciertas posibilidades contenidas en Sí mismo y las determina por una visión distintiva, así el artista realiza en su obra ciertos aspectos de sí mismo. Los proyecta, por así decirlo, fuera de su ser indiferenciado. Y en la medida en que su objetivación refleje las profundidades secretas de su ser, adquirirá un carácter puramente simbólico, al tiempo que el artista será cada vez más consciente del abismo que divide la forma, reflector de su esencia, de lo que esa esencia es realmente en su plenitud intemporal. El artista tradicional sabe: esta forma soy yo mismo, sin embargo soy infinitamente más que ella, pues su Esencia sigue siendo el puro Conocedor, el Testigo que ninguna forma puede captar; pero también sabe que es Dios quien se expresa a través de su obra, de modo que ésta, a su vez, trasciende el yo débil y falible del hombre.
Aquí radica la analogía entre el Arte Divino y el arte humano: a saber, en la realización de uno mismo mediante la objetivación. Para que esta objetivación tenga significado espiritual, y no sea una mera introversión vaga, sus medios de expresión deben surgir de una visión esencial. En otras palabras, no debe ser el «ego», raíz de la ilusión y de la ignorancia de sí mismo, el que elija arbitrariamente esos medios; deben derivarse de la tradición, de la revelación formal y «objetiva» del Ser supremo, que es el «Sí mismo» de todos los seres.
Asimismo, desde el punto de vista cristiano, Dios es «artista» en el sentido más exaltado de la palabra, porque creó al hombre «a Su propia imagen» (Génesis: 1,27). Además, puesto que la imagen no sólo comprende una semejanza con su modelo, sino también una semejanza casi absoluta, no puede sino corromperse. El reflejo divino en el hombre fue perturbado por la caída de Adán; el espejo se empañó; y, sin embargo, el hombre no pudo ser completamente desechado; pues mientras la criatura está sujeta a sus propias limitaciones, la Plenitud Divina no está sujeta a limitación de ningún tipo. Esto equivale a decir que dichas limitaciones no pueden oponerse en ningún sentido real a la Plenitud Divina, que se manifiesta como Amor ilimitado, cuya misma ilimitación exige que Dios, «pronunciándose» como Verbo Eterno, descienda a este mundo y, por así decirlo, asuma los contornos perecederos de la imagen -la naturaleza humana- y le devuelva así su belleza original. En el cristianismo, la imagen divina por excelencia es la forma humana de Cristo. El arte cristiano no tiene, pues, más que una finalidad: la transfiguración del hombre y del mundo que depende del hombre, por su participación en Cristo.
Lo que la visión cristiana de las cosas capta mediante una especie de concentración amorosa en el Verbo encarnado en Jesucristo, se transpone, en la perspectiva islámica, a lo universal e impersonal.
En el Islam, el Arte Divino -y según el Corán Dios es «artista» (musawwir)- es en primer lugar la manifestación de la Unidad Divina en la belleza y la regularidad del cosmos. La Unidad se refleja en la armonía de lo múltiple, en el orden y en el equilibrio; la belleza tiene todos estos aspectos en sí misma.
Llegar a la Unidad a partir de la belleza del mundo es sabiduría. Por esta razón, el pensamiento islámico vincula necesariamente el arte a la sabiduría; a los ojos de un musulmán, el arte se fundamenta esencialmente en la sabiduría, o «ciencia», siendo esta ciencia simplemente la formulación de la sabiduría en términos temporales. La finalidad del arte es permitir que el entorno humano -el mundo en la medida en que ha sido creado por el hombre- participe en el orden que manifiesta más directamente la Unidad Divina. El arte esclarece el mundo; ayuda al espíritu a desprenderse de la multitud perturbadora de las cosas, para que pueda elevarse hacia la Unidad Infinita.
Transponiendo la noción de «Arte Divino» al Budismo -que evita la personificación de lo Absoluto- se aplica a la belleza milagrosa, y mentalmente inagotable, de Buda. Mientras que ninguna doctrina que se ocupe de Dios puede escapar, en su formulación, del carácter ilusorio de los procesos mentales, que atribuyen sus propios límites a lo ilimitado y sus propias formas conjeturales a lo informe, la belleza del Buda irradia un estado del ser que no está limitado por ningún proceso mental. Esta belleza se refleja en la belleza del loto; se perpetúa ritualmente en la imagen pintada o esculpida del Buda.
Según la visión taoísta de las cosas, el Arte Divino es esencialmente el arte de la transformación: toda la naturaleza se transforma sin cesar, siempre según las leyes del ciclo; sus contrastes giran en torno a un centro único que escapa a la comprensión. Sin embargo, quien comprende este movimiento circular puede reconocer el centro que es su esencia. La finalidad del arte es ajustarse a este ritmo cósmico. La fórmula más sencilla afirma que la maestría en el arte consiste en la capacidad de trazar un círculo perfecto en un solo trazo, y así identificarse a sí mismo.
La fórmula más simple dice que la maestría en el arte consiste en la capacidad de trazar un círculo perfecto en un solo trazo, y así identificarse implícitamente con su centro, sin que el centro mismo se exprese explícitamente.
Todos estos aspectos fundamentales del arte sagrado están presentes, de un modo u otro, y en proporciones variables, en cada una de las cinco grandes religiones que acabamos de mencionar, pues cada una posee esencialmente la plenitud de la Verdad y de la Gracia Divinas, de modo que cada una sería capaz, en principio, de manifestar todas las formas posibles de espiritualidad. Sin embargo, puesto que cada religión está necesariamente dominada por un punto de vista particular que determina su «economía» espiritual, sus obras de arte -que son necesariamente colectivas, y no individuales- reflejarán, en su estilo mismo, este punto de vista y esta «economía» espiritual. Además, la forma, por su propia naturaleza, es incapaz de expresar una cosa sin excluir otra, porque la forma limita lo que expresa y, por tanto, excluye otras posibles expresiones de su propio arquetipo universal. Esta Ley se aplica naturalmente a todos los niveles de manifestación formal, y no sólo al arte; así, las diversas Revelaciones Divinas, en las que se fundan las diferentes religiones, son también mutuamente excluyentes cuando se consideran en términos de sus contornos formales, pero no en su Esencia Divina, que es una. También aquí se hace evidente la analogía entre el «Arte Divino» y el arte humano.
No hay arte sagrado que no dependa de un aspecto de la metafísica. La ciencia de la metafísica es en sí misma ilimitada, dado que su objeto es infinito. Como no es posible describir aquí todas las relaciones que unen las diferentes doctrinas metafísicas en este dominio, se remite al lector a otros libros que exponen las premisas en las que se basan los presentes ensayos. Lo hacen exponiendo, en un lenguaje accesible al lector occidental moderno, la esencia de las doctrinas tradicionales de Oriente y del Occidente medieval. Nos referimos en particular a los escritos de René Guénon3 y Frithjof Schuon.4
Notas:
1 En la terminología de las religiones monoteístas, los devas corresponden a los ángeles, en la medida en que estos últimos representan aspectos divinos.
2 Según Santo Tomás de Aquino, «El arte es la imitación de la Naturaleza en su modo de operar», Summa Theologica, 1.117. 1.
3 Véanse Crisis del mundo moderno, El reino de la cantidad y los signos de los tiempos e Introducción al estudio de las doctrinas hindúes.
4 Véanse De la Unidad Trascendente de las Religiones, Perspectivas espirituales y hechos humanos, Castas y Razas y Mirada a los mundos antiguos.