La Sede de la Sabiduría, por Frithjof Schuon

El siguiente artículo de Frithjof Schuon se publicó en Studies in Comparative Religion, Vol. 14, Nos. 3 & 4. (Summer-Autumn, 1980). © World Wisdom, Inc.
www.studiesincomparativereligion.com

[Editor’s Note:  This essay appeared in Studies as “Sedes Sapientiae.” It was later included as a chapter in Frithjof Schuon’s books In the Face of the Absolute (World Wisdom, 1994) and The Fullness of God (World Wisdom, 2004) as “The Seat of Wisdom” (the translation ofthe Latin phrase). It is from that latter book that the text below is taken.]

La Santísima Virgen es inseparable del Verbo encarnado, como el Loto es inseparable de Buda y como el Corazón es la sede predestinada de la Sabiduría inmanente. En el Budismo hay toda una mística del Loto, que comunica una imagen celeste de insuperable belleza y elocuencia, una belleza análoga a la custodia que contiene la Presencia real y análoga sobre todo a esa encarnación de la Feminidad divina que es la Virgen María. La Virgen, Rosa Mística, es como una personificación del Loto celeste; en cierto sentido, personifica el sentido de lo sagrado, que es la introducción indispensable a la recepción del Sacramento.

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Uno de los nombres que las Letanías de Loreto dan a la Santísima Virgen es Sedes Sapientiae, «Trono de Sabiduría»; y, en efecto, como observó San Pedro Damián (siglo XI), la Santísima Virgen «es ella misma aquel maravilloso trono del que habla el Libro de los Reyes», es decir, el Trono de Salomón, el Rey Profeta, que, según la Biblia y las tradiciones rabínicas, era el sabio por excelencia [1]. Si María es Sedes Sapientiae, es en primer lugar porque es la Madre de Cristo, que, siendo el Verbo, es la «Sabiduría de Dios»; pero también, evidentemente, por su propia naturaleza, que resulta de su calidad de «Esposa del Espíritu Santo» y «Corredentora» [2]; Es decir, María es ella misma un aspecto del Espíritu Santo, su contrapartida femenina, si se quiere, o su aspecto de feminidad, de donde surge la feminización del Pneuma divino por parte de los gnósticos. Por ser el Trono de la Sabiduría —el «Trono vivificado por el Todopoderoso», según un himno bizantino—, María se identifica ipso facto con la divina Sophia, como atestigua la interpretación mariana de algunos de los elogios de la Sabiduría en la Biblia[3]. María no habría podido ser el lugar de la Encarnación si no llevara en su propia naturaleza la Sabiduría a encarnar.

La Sabiduría de Salomón —conviene recordarlo aquí— es a la vez enciclopédica, cosmológica, metafísica y también simplemente práctica; en este último aspecto, es tanto política como moral y escatológica. Que es al mismo tiempo mucho más[4] se desprende no sólo de ciertos pasajes de Proverbios y del Libro de la Sabiduría, sino también del Cantar de los Cantares, libro particularmente venerado por los cabalistas.

En cuanto a la Sabiduría de la «divina María», es menos diversa, porque no abarca ciertos órdenes contingentes; nunca podría ser ni enciclopédica ni de tendencia «aristotélica», si se puede decir así. La Santísima Virgen sólo conoce y quiere conocer lo que concierne a la naturaleza de Dios y a la condición del hombre; su ciencia es necesariamente metafísica, mística y escatológica, y por ello contiene en su virtualidad todas las ciencias posibles, como la luz única e incolora contiene los variados y coloreados matices del arco iris.

Una observación que conviene hacer en este punto es la siguiente: si María está sentada en el Trono de Salomón e incluso se identifica con ese Trono[5] —con la autoridad que representa—, no es sólo por derecho divino, sino también por derecho humano, en el sentido de que, al descender de David, es heredera y reina del mismo modo que Cristo, en el mismo sentido, es heredero y rey. Uno no puede dejar de pensar en esto cuando ve a las Vírgenes románicas, coronadas y sentadas con el Niño en un Trono real, esas Vírgenes que con demasiada frecuencia muestran una considerable tosquedad artística y de las que sólo unas pocas son obras maestras[6], pero que entonces transmiten con mayor elocuencia hierática la majestad y la dulzura de la Sabiduría Virginal: majestad y dulzura, pero también rigor; el Magnificat da testimonio de ello cuando afirma, con los acentos de un salmo marcial, que vincit omnia Veritas.

Según el Primer Libro de los Reyes (10, 18-20), Salomón «hizo un gran trono de marfil y lo recubrió del mejor oro. El trono tenía seis peldaños, y detrás cabezas de toros[7]; a ambos lados, en el lugar del asiento, había columnas, junto a las cuales había dos leones. Y doce leones estaban de pie a un lado y al otro sobre los seis escalones: no se hizo cosa semejante en ningún reino.» [8] En primer lugar, algunas observaciones sobre el simbolismo de los animales: los leones representan, sin lugar a dudas, el poder radiante y victorioso de la Verdad, mientras que los toros pueden representar, correlativamente, el poder pesado y defensivo: por un lado, el poder prospectivo y, por otro, el poder retrospectivo, o la imaginación que crea y la memoria que conserva: la invencibilidad y la inviolabilidad, o también, alquímicamente hablando, el sol y la luna. Pero también está el simbolismo de los materiales: el marfil es la sustancia y el oro la radiación, o bien el marfil, material asociado a la vida, es el «cuerpo desnudo» de la Verdad, mientras que el oro es el «vestido» que, por un lado, vela el misterio y, por otro, comunica la gloria.

Se podría decir que los seis escalones del trono se refieren a la «textura» misma de la Sabiduría; seis es el número del sello de Salomón. Es el número del despliegue total: la creación se completó en seis días, y las perspectivas metafísicas o místicas fundamentales, los darshanas, son —y deben ser— seis en número, según la tradición hindú. Este misterio de totalidad resulta de la combinación de los números dos y tres, que, siendo el primero par y el segundo impar, resumen inicialmente toda posibilidad numérica[9], en el sentido pitagórico y no cuantitativo. Espiritualmente hablando, el número dos expresa la complementariedad de la «perfección activa» y la «perfección pasiva», como dirían los taoístas; a su vez, el número tres indica en este contexto la jerarquía de los modos o grados espirituales, a saber, el «temor», el «amor» y el «conocimiento», conteniendo cada uno de estos puntos de vista, precisamente, un aspecto activo o dinámico y otro pasivo o estático.

Los significados cósmicos y humanos de las seis direcciones del espacio —y la subjetivación del espacio no es ciertamente arbitraria— revelan los contenidos de la Sabiduría, sus dimensiones o «estaciones», por así decirlo. El Norte es la Pureza divina y la renuncia humana, vacare Deo; el Sur es la Vida, el Amor, la Bondad y, en términos humanos, la confianza en Dios o la esperanza; el Este es la Fuerza, la Victoria y, en el lado humano, el combate espiritual; el Oeste es la Paz, la Beatitud, la Belleza y, en términos humanos, el contento espiritual, la santa quietud. El Cenit es la Verdad, la Altura, la Trascendencia, y por tanto también el discernimiento y el conocimiento; el Nadir es el Corazón, la Profundidad, la Inmanencia, y por tanto también la unión y la santidad. Esta complejidad nos devuelve a las dimensiones cosmológicas y enciclopédicas de la sabiduría de Salomón; nos permite vislumbrar las ramificaciones de los diversos órdenes de posibilidades que se despliegan entre el Nadir y el Cenit, es decir, entre el Alfa y el Omega de la Posibilidad universal.

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Las consideraciones precedentes nos permiten extender aún más nuestro análisis del número salomónico, a riesgo de vernos envueltos en una digresión que plantearía nuevos problemas; pero esto no importa, ya que otras precisiones pueden ser útiles. Los ejes Norte-Sur, Este-Oeste y Cenit-Nadir corresponden respectivamente a las complementariedades Negativo-Positivo, Activo-Pasivo y Objetivo-Subjetivo, que resumen las principales relaciones cósmicas; éste es el simbolismo fundamental de las tres dimensiones del espacio: longitud, anchura y altura. Al mirar hacia el Este, de donde viene la luz, el Este estará «delante», el Oeste «detrás», el Sur «a la derecha» y el Norte «a la izquierda», mientras que el Cenit y el Nadir permanecen inmutables; estos dos últimos se refieren también al par Principio-Manifestación, siendo el primer término para nosotros «objetivo», debido a su Trascendencia, y el segundo término «subjetivo», porque frente al Absoluto el mundo somos nosotros mismos, y nosotros somos el mundo. Pero el Nadir puede representar también la «profundidad» o la «interioridad» y, por tanto, el Ser divino, en cuyo caso el Cenit asumirá un aspecto de «proyección», de Māyā ilimitado, de Posibilidad desplegada e indefinida; del mismo modo, la raíz de un árbol se manifiesta y despliega en y por la copa.

El espacio se define igualmente, e incluso a priori, por dos elementos principales, el punto —subjetivamente el centro— y la extensión, que expresan respectivamente los dos polos «absoluto» e «infinito»; el tiempo, por su parte, comprende también tales elementos, a saber, el instante -subjetivamente el presente- y la duración, con la misma significación. En el número seis, el número implícito tres corresponde al centro o presente, y el número dos a la extensión y la duración; el centro-presente se expresa por el ternario, y no por la unidad, porque la unidad se concibe aquí con respecto a sus potencialidades y, por tanto, en relación con su posibilidad de despliegue; la actualización de ese despliegue se expresa precisamente por el número dos[11]. Todo esto es una manera de presentar el aspecto «pitagórico» del número seis y, en consecuencia, el papel de este número en la Sabiduría integral.

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«Temor», «amor» y «conocimiento», o rigor, mansedumbre y sustancia; luego perfecciones «activa» y «pasiva», o dinámica y estática: he aquí, como hemos visto, el mensaje espiritual elemental del número principal seis. Este esquema expresa no sólo las modalidades de la ascensión humana, sino también, e incluso principalmente, las modalidades del Descenso divino; es por los seis peldaños del Trono que la Gracia salvadora desciende hacia el hombre, así como es por estos seis peldaños que el hombre asciende hacia la Gracia. La Sabiduría es en la práctica el «arte» de salir de la ilusión seductora y encadenante, de salir primero por la inteligencia y luego por la voluntad; consiste primero en el conocimiento del «Bien Soberano» y luego, por consecuencia, en la adaptación de la voluntad a este conocimiento, siendo las dos cosas inseparables de la Gracia.

La Divina Māyā —Feminidad in divinis— no es sólo la que proyecta y crea; es también la que atrae y libera. La Santísima Virgen como Sedes Sapientiae personifica esta Sabiduría misericordiosa, que desciende hacia nosotros y que también nosotros, lo sepamos o no, llevamos en nuestra misma esencia; y es precisamente en virtud de esta potencialidad o virtualidad que la Sabiduría desciende sobre nosotros. La sede inmanente de la Sabiduría es el corazón del hombre.

NOTAS

[1] Si la Biblia condenó su conducta, fue por una diferencia de nivel -el punto de vista de la Biblia es a priori legalista y, por tanto, exotérico- y no por un error intrínseco por su parte. En Salomón se manifiesta el misterio del «vino» y de la «embriaguez», como indican, por una parte, su Cantar de los Cantares y, por otra, las acciones por las que se le reprocha en la Biblia; pero Salomón podría haber dicho, con su padre David: «Me he acordado de tu Nombre, Señor, en la noche, y he guardado tu Ley» (Salmos 119:55).

[2] Sin perder de vista que el cuerpo y la sangre de Cristo son los de la Virgen-Madre, no habiendo padre humano.

[3] «El Señor me poseyó en el principio de su camino, antes de sus obras de antaño. Fui establecido desde la eternidad, desde el principio, o desde que la tierra es. Cuando no había profundidades, fui engendrado; cuando no había fuentes abundantes en agua» (Proverbios 8:22-24 y los versículos siguientes).

[4] Esto es lo que la mayoría de los críticos modernos tienden a discutir; sin embargo, si la sabiduría de Salomón hubiera sido sólo práctica y enciclopédica, las siguientes frases serían bastante inexplicables: «Ni comparé con ella [con la Sabiduría] piedra preciosa alguna; porque todo el oro respecto de ella es como arena menuda, y la plata será contada como barro delante de ella. La amé por encima de la salud y la belleza, y la elegí en lugar de la luz: porque la luz que de ella procede nunca se apaga… Todas las cosas que son secretas o manifiestas, esas las conozco. Porque la sabiduría, que es la hacedora de todas las cosas, me enseñó; pues en ella hay un espíritu comprensivo, santo, uno solo, múltiple, sutil, vivo, claro, sin mácula, llano, no sujeto a daño, amante de lo que es bueno, rápido, que no puede ser defraudado, listo para hacer el bien… Porque ella es el aliento del poder de Dios, y una influencia pura que fluye de la gloria del Todopoderoso; por lo tanto ninguna cosa contaminada puede caer en ella. Porque ella es el resplandor de la luz eterna… Y siendo sólo una, puede hacer todas las cosas: y permaneciendo en sí misma, hace nuevas todas las cosas: y en todas las edades entrando en las almas santas, las hace amigas de Dios, y profetas… Siendo comparada con la luz, se encuentra antes que ella. Porque después de ella viene la noche; pero el vicio no prevalecerá contra la sabiduría» (Sabiduría de Salomón 7:9-30). Si la Sabiduría de la Biblia fuera sólo práctica y enciclopédica, no habría ciertamente razón para identificarla con la Santísima Virgen, ni para identificarla con el Trono de Salomón.

[5]Los teólogos -dicho sea de paso- no parecen darse cuenta de la inmensa «rehabilitación» que supone para Salomón esta asociación con la Sedes Sapientiae viviente y, por tanto, con el Verbo, asociación que o bien es profunda o bien carece de todo sentido.

[6]Los pueblos germánicos no conocían las artes plásticas; los griegos y los romanos sólo practicaban el naturalismo clásico; el arte cristiano, al menos en el mundo latino, tuvo grandes dificultades para salir de este doble vacío. En el mundo bizantino, el arte de los iconos pudo escapar de tales escollos.

[7] Las traducciones judías y la Vulgata de San Jerónimo afirman que «la parte superior del trono era redonda por detrás»; no hablan de «cabezas de toro», como hacen algunas traducciones cristianas, cuyos autores se basan en ciertos factores semánticos y en el hecho de que el Segundo Libro de las Crónicas (9:18) menciona un «cordero de oro», para -según ellos- evitar una asociación de ideas con el culto pagano al toro. Cabe señalar que el historiador judío Josefo (reinado de Vespasiano) dice: «En el lugar donde estaba sentado este príncipe [Salomón], se veían brazos en relieve, que parecían recibirle, y en el lugar donde podía apoyarse, estaba colocada la figura de un novillo como para sostenerle.»

Esta última frase, aplicada a la Virgen, indica su incomparabilidad, su unicidad «avatárica» en el universo de los semitas.

[9] Es lo que demuestra el espacio: tiene tres dimensiones, pero la introducción de un principio subjetivo de alternativa u oposición le confiere seis direcciones; esta estructura reproduce la totalidad del Universo .

[10] Desde un punto de vista muy diferente, se puede señalar que el número tres se refiere más particularmente al espacio, que tiene tres dimensiones, mientras que el número dos se refiere más bien al tiempo, cuyas «dimensiones» son el pasado y el futuro, sin hablar aquí del cuaternario cíclico que está contenido en la duración y que no es más que un desarrollo de la dualidad .

[11] El número tres evoca, en efecto, no lo absoluto en sí, como el número uno, sino la potencialidad o virtualidad que lo Absoluto comprende necesariamente.

Inclusión editorial original que siguió al ensayo en Studies:


Un hombre, tras catorce años de penitencia en un bosque solitario, obtuvo por fin el poder de caminar sobre el agua. Alborozado por ello, se dirigió a su Gurú y le dijo: «Maestro, maestro, he adquirido el poder de caminar sobre el agua». El maestro, reprendiéndole, replicó: «¡Ay, niño! ¿es éste el resultado de tus catorce años de trabajo? Verdaderamente sólo has obtenido lo que vale un penique; ¡pues lo que has conseguido tras catorce años de arduo trabajo lo consiguen los hombres ordinarios pagando un penique al barquero!» – Sri Ramakrishna

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