El siguiente artículo fue publicado en Eye of the Heart: A Journal of Traditional Wisdom
«Es un sacrilegio no preservar la inmortalidad del alma, elevándola al nivel de lo sagrado y uniéndola a lo divino con lazos que no pueden romperse ni soltarse, sino, por el contrario, tirar y arrastrar hacia abajo lo divino que hay en nosotros, confinándolo a la prisión terrenal, pecaminosa y gigante o titánica.» (Damascio, Fil.Hist.19 Athanassiadi)
«Convirtámonos en fuego, viajemos a través del fuego. Tenemos vía libre para la ascensión. El Padre nos guiará, desplegando los caminos del fuego; no fluyamos con la corriente baja del olvido.» (Proclo, De philosophia Chaldaica, fr.2)
Definición de la teúrgia
Los estudiosos occidentales contemporáneos repiten habitualmente la suposición de que el término theourgia fue acuñado en los exóticos círculos de aquellos equivocados milagreros semi-orientales (y, por tanto, «marginales») que imaginaban que el camino hacia la salvación no se encuentra en el luminoso palacio de la «razón» a la Sexto Empírico, sino en los piadosos ritos hieráticos. En consecuencia, se argumenta que, por analogía con el término theologia («hablar de lo divino»), estos taumaturgos inventaron theourgia, es decir, hacer cosas divinas, realizar obras sacramentales.
Muchos estudiosos modernos afirman demasiado directamente esta dicotomía más bien artificial. Sin embargo, desde una perspectiva tradicional, también puede decirse que los ritos «hablan» y pueden incluir todo tipo de logoi. Por ejemplo, en el antiguo ritual egipcio, el habla no sólo hace que el reino arquetípico de las realidades noéticas se manifieste en el reino litúrgico de las señales y acciones simbólicas visibles, sino que también realiza performativamente la transición quirúrgica y la transposición de los acontecimientos cúlticos al reino divino, estableciendo así una relación entre el dominio de las formas noéticas (akhu) y la serie de manifestaciones (kheperu, bau).1 En este contexto hierático, el término akhu significa «poder radiante», «luz noética», «inteligencia solar», y está estrechamente relacionado con la concepción del nombre eidético y demiúrgico (ran, o ren). Sólo los dioses (neteru) en el nivel de los principios inteligibles e intelectivos, representados iconográficamente por la gran Enéada (pesedjet), son capaces de utilizar el «poder radiante de las palabras» (akhu typyw-ra) en su sentido ontológico verdaderamente creativo. Como señala Jan Assmann
«Las palabras sagradas, radiantemente poderosas, informan de una esfera de significado de otro mundo, divina, que se impone a la realidad de este mundo de un modo que la explica y, por tanto, le da sentido. En lugar de dar definiciones, los egipcios decían nombres, es decir, los nombres sagrados y secretos de cosas y acciones que los sacerdotes debían conocer para ejercer el poder radiante de las palabras.»2
Estudiosos de la talla de E. R. Dodds y sus predecesores toman como dogma que la theourgia es una invención de los platónicos caldeos. Es cierto que hay pocas dudas de que la práctica de la pseudonimia [es decir, firmar una obra con un nombre falso, como es el caso de las obras de Psuedo Dioniso Areopagita], es evidente en el neoplatonismo, pero la pseudonimia en sí no disminuye necesariamente la veracidad intrínseca del contenido de una tradición concreta. Sin embargo, el lenguaje utilizado por Dodd y otros es incómodamente despectivo. Hablan de la theourgia como una dudosa creación de aquellos filósofos caldeos a los que acusan de «falsificar» los llamados Oráculos Caldeos. Del mismo modo, tales eruditos parecen casi complacerse en ridiculizar al teúrgo efesio Máximo y en burlarse de quienes, en lugar de hablar de los lejanos dioses trascendentes, supuestamente los «crean», siguiendo «las supersticiones de la época».3 Esta casi escandalosa «creación de dioses» mediante los métodos que proporciona cierta ciencia teléstica (hē telestikē epistēmē) suele malinterpretarse deliberadamente.
Para Dodds, se trata de una «animación de estatuas mágicas para obtener de ellas oráculos».4 Esto suena a reinterpretación (empleando «magia» en sentido peyorativo) de Proclo, quien afirma que el arte teléstico, mediante el uso de ciertos símbolos (dia tinōn sumbolon), establece en la tierra lugares adecuados para los oráculos y las estatuas de los dioses (kai chrēstēria kai agalmata theon hidrusthai epi gēs). 5 El término telestikē deriva del verbo telein (consagrar, iniciar, perfeccionar). Es distinto de cualquier idea de una especie de hechicería rústica (goēteia).6 Más bien es un medio para compartir o participar en las energías creativas de los dioses construyendo y consagrando sus receptáculos materiales, sus vehículos cúlticos, que luego funcionan como las fichas anagógicas, como sumbola y sunthēmata (símbolo y signo).
Podríamos preguntarnos si el término griego theourgia no es simplemente una traducción de algún término egipcio, acadio o arameo, ahora olvidado, relacionado con el complicado vocabulario de los ritos y festivales del templo. Estas representaciones hermenéuticas seguían los paradigmas de la cosmogonía y servían como vehículos de ascensión conducidos por los propios poderes divinos (sekhemu, bau).7 Si éste es el origen de theourgia, entonces es obviamente incorrecto pensar que los platonistas caldeos de la Siria romana, que supuestamente crearon y promovieron el término theourgia, también inventaron la cosa en sí, es decir, la tradición de las artes hieráticas y de su comprensión secreta y teúrgica.
Nuestro propósito en este ensayo es considerar la comprensión de la theourgia que nos presentan personas como Jámblico, Damascio y Proclus. Para ellos la theourgia es de origen egipcio, y esto es satisfactorio para nuestros propósitos; es decir, estamos menos preocupados por el contexto histórico y principalmente interesados en la metafísica de la theourgia tal como fue concebida en la tradición neoplatónica. De lo que se trata es de entender la theourgia en el contexto de una metafísica real y precisa, que es su dominio propio, en oposición a considerar la theourgia simplemente como parte de «las supersticiones de la época».
Teúrgia
La palabra «teúrgia» no es la más utilizada por los antiguos neoplatónicos cuando discuten cuestiones cosmológicas, soteriológicas o litúrgicas. Como señala A. Louth
«En Jámblico theourgia se refiere a los rituales religiosos -oraciones, sacrificios, adivinaciones- realizados por el teúrgo: es una de una serie de palabras –theourgia, mustagōgia, hiera hagisteia, thrēskeia, hieratikē technē, theosophia, hē theia epistēmē– que tienen todas más o menos el mismo significado y que con frecuencia son simplemente traducidas théurgie por É.des Places…»8
Damascio prefiere a menudo en su lugar los términos hiera hagisteia, hierourgia (hierurgia, obra santa, operación cultual), o habla de «teosofía que viene de los dioses «9 y de las antiguas tradiciones (ta archaia nomina) que contienen las reglas del culto divino.10 Los términos griegos hieratikē y hieratikē technē (arte hierático, método sagrado) son también traducidos simplemente como «teúrgia» por los eruditos modernos.
Para Damascio, hieratike es «la adoración de los dioses» (theōn therapeia) que «ata las cuerdas de la salvación celestial «11, es decir, eleva el alma al cosmos noético por medio de las cuerdas de la adoración, como en los ritos hieráticos védicos y del antiguo Egipto, o como en las recitaciones anagógicas del Corán. Esta hieratikē technē se designa como la «filosofía egipcia» que trata de cierta alquimia espiritual consistente en la paideia (instrucción) gnóstica, así como en la transformación, elevación e inmortalización del alma (el ba alado del verdadero filósofo o del iniciado).
El retorno de nuestras almas a Dios presupone o bien la fusión con lo divino (theokrasia), o bien la unión perfecta (henōsis pantelēs).12 Este método hierático de «vuelta a casa» espiritual es alabado como la sabiduría superior, a saber, la sabiduría órfica y caldea que trasciende el sentido común filosófico (tēn orphikēn te kai chaldaikēn tēn hupsēloteran sophian).13
Para los neoplatónicos tardíos, la teúrgia (incluyendo todas las liturgias, ritos y sacrificios tradicionales que son ordenados, revelados y, de hecho, realizados por los propios dioses) es esencial para que el sacerdote iniciado alcance lo divino a través de los actos inefables que trascienden toda intelección (hē tōn ergōn tōn arrhēton kai huper pasan noēsin).14 Así, una unión teúrgica con los dioses es la realización (telesiourgia) de los propios dioses actuando a través de sus símbolos sacramentales, ta sunthēmata. Los símbolos divinos despiertos realizan por sí mismos su obra sagrada, elevando así al iniciado hasta los dioses cuyo poder inefable (dunamis) reconoce por sí mismo sus propias imágenes (eikones).
Dionisio el Areopagita toma prestado el término theourgia de Jámblico y Proclo, pero no lo utiliza en el sentido de rituales religiosos que tienen la fuerza divina purificadora, elevadora y unificadora. Ahora este término designa ciertas obras o acciones divinas, como la actividad divina de Jesucristo (andrikēs tou Iēsou theourgias).15 Dionisio el Areopagita habla también de la propia deificación y koinōnia (comunión, participación) con Dios; asimilación a Dios efectuada mediante la participación en los sacramentos.16 Se trata de la henōsis (unión) lograda mediante la participación en los símbolos más sagrados de la comunión teárquica y del «nacimiento divino» logrado a través de la anagōgē (ascensión) y la epistrophē (retorno a la Causa de Todo) hermenéuticas. Sin embargo, como observa P. E. Rorem,
«…la elevación no se produce en virtud de los ritos y símbolos por sí mismos, sino más bien por su interpretación, en el movimiento ascendente a través de lo perceptible hacia lo inteligible.»17
Argumentando que la acción teúrgica dirigida por los dioses y encaminada a la theourgikē henōsis, la unión teúrgica, no tiene nada que ver con el «obrar maravilloso» (thaumatourgia), Jámblico considera la teúrgia como el obrar cúltico de los dioses (theōn erga) o como actos divinos (theia erga) en sentido metafísico y ontológico, que revelan el fundamento henádico oculto de toda serie manifestada del ser, reafirmando o recolectando así la presencia divina última en todo. Como observa G. Shaw
«Esa presencia era inefable, pero lo que estaba más allá de la comprensión intelectual del hombre podía, no obstante, ser penetrado y alcanzado mediante la acción ritual, por lo que Jámblico sostenía que la teúrgia trascendía todos los esfuerzos intelectuales.»18
Si se la considera como una designación de acciones divinas realizadas en diferentes niveles de la realidad manifestada, que en sí misma no es sino el tejido multidimensional del theōn erga, revelado siguiendo los paradigmas noéticos de la procesión y la reversión (proodos y epistrophē), entonces la teúrgia no puede considerarse simplemente como un apéndice ritual del platonismo, sino más bien como su núcleo más íntimo y su esencia oculta. En consecuencia, no sólo la mistagogía hierática neoplatónica-caldea puede designarse como «teúrgia», sino todos los procedimientos hierúrgicos (liturgias, invocaciones, visualizaciones, contemplaciones, oraciones, acciones sacramentales, investigaciones textuales, interpretaciones de símbolos) que implican la asistencia directa de las clases superiores (ángeles y maestros semimíticos) y que activan la iluminación autorreveladora en el propio reascenso de lo inferior a lo anterior. Todas ellas pueden considerarse «teúrgicas».
Así pues, lo teúrgico, como universal y divino, es opuesto a todo lo particular e individualista, a todo lo que se basa en los propios caprichos subjetivos y en los impulsos egocéntricos. Sin la realización fundamental de nuestra propia nada (sunaisthēsis tēn peri heauton oudeneias),19 nadie puede salvarse, porque en la unión teúrgica los dioses se unen con los dioses mismos o más bien «lo divino se une literalmente consigo mismo» (auto to theion pros heauto sunesti).20 No se trata en modo alguno de una comunicación entre el hombre mortal y la divinidad inmortal (como una persona que se dirige a otra), sino de la comunicación de lo divino en nosotros con lo divino en el universo. Según Jámblico
«Es evidente, en efecto, por los propios ritos (ergōn), que de lo que estamos hablando hace un momento es de un método de salvación para el alma; pues en la contemplación de las «visiones bienaventuradas» (ta makaria theamata) el alma cambia una vida por otra y ejerce una actividad diferente, y se considera entonces ya no humana y con toda razón: pues a menudo, habiendo abandonado su propia vida, ha ganado a cambio la más bendita actividad de los dioses. Si, pues, es la purificación de las pasiones y la liberación de las fatigas de la generación y la unificación con el primer principio divino lo que el ascenso mediante invocaciones procura a los sacerdotes (henōsin te pros tēn theian archēn he dia tōn klēseōn anodos parechei tois hiereusi), ¿cómo demonios se puede atribuir a este proceso la noción de pasiones?»21
Luces descendentes e imágenes de culto animadas
Los ritos del templo egipcio, de los que procede al menos en parte la hieratikē neoplatónica, pueden denominarse teúrgicos en el sentido etimológico de esta palabra, porque la actividad del culto egipcio (escenificada a su vez como un juego de máscaras divinas) se basa en un encuentro genuino con la presencia divina, con la «inhabitación» inmanente de las energías trascendentes de Dios. Los dioses (neteru) no habitan literalmente en la tierra en sus receptáculos cultuales (estatuas, templos, cuerpos humanos, animales, plantas), sino que se instalan en ella, «animando» así imágenes y símbolos. El ba de una divinidad (manifestación, poder noético y vivificante, «alma» descendente) está en cierto modo unido a las estatuas de culto, las barcas procesionales, los santuarios, los relieves en las paredes, los textos sagrados y todo el templo o la tumba parecida a un templo.
La estatua como receptáculo propio (hupodochē) de la irradiación divina es análoga al cuerpo humano purificado de la persona real o del iniciado «muerto», y el descenso del ba de una divinidad se asemeja al acercamiento de una Forma platónica activa que informa la matriz pasiva de la materia y, en consecuencia, establece el teatro manifestado de formas articuladas y animadas. Así pues, el ba divino desciende del cielo (o más bien aparece desde el interior atemporal, ya que las teofanías constituyen a priori toda la realidad manifestada) sobre sus imágenes de culto (sekhemu) y el corazón del dios se une a sus imágenes de culto.
Sekhem suele significar «poder», pero en este contexto designa signo o símbolo de poder, así como imagen o icono sagrado. Como observa Jámblico, «la luz de los dioses ilumina trascendentalmente a su sujeto» (kai tōn theōn to phōs ellampei choristos),22 ya que incluso la luz visible (o heliofanía de Ra a nivel de su Disco resplandeciente, Atón) procede a través del cosmos visible:
«Por el mismo principio, entonces, el mundo en su conjunto, dividido espacialmente como está, produce la división a través de sí mismo de la luz única e indivisible de los dioses (to hen kai ameriston tōn theōn phōs). Esta luz es una y la misma en su totalidad en todas partes, está presente indivisiblemente a todas las cosas que son capaces de participar en ella, y ha llenado todo con su poder perfecto; en virtud de su superioridad causal ilimitada que lleva a término todas las cosas dentro de sí mismo, y, sin dejar de ser en todas partes unida a sí misma, reúne extremidades con puntos de partida. Es, en efecto, a imitación suya que todo el cielo y el cosmos efectúan su revolución circular, se unen a sí mismos y conducen a los elementos en su danza cíclica…»23
Cuando el ba animador viene del cielo y desciende (hai) sobre su imagen (sekhem), esta acción metafísica (u obra divina, ergōn) significa simplemente la reactualización ritual especial, la reafirmación y la repetición del escenario cosmogónico tanto a nivel de las imágenes de culto como de los cuerpos humanos purificados que necesitan ser reensamblados por el espíritu divino unificador. Esta realización (telesiourgia) equivale a la restauración del Ojo de Horus, que se equipara a la «ofrenda» (hetep, o hotep), significando simultáneamente la reintegración armoniosa de las partes (partes del eidos osiriano disperso, restaurado de acuerdo con toda la verdad, maat) y la satisfacción noética.
Las estatuas de culto tienen presumiblemente dos naturalezas, una divina (cuando son impregnadas por el bau de los dioses, como la casa de Ra es irradiada por sus milagrosos rayos unificadores) y otra inanimada y material que debe ser consagrada para revelar la presencia divina interior tanto en su sentido teofánico perenne como cultual especializado. Por ello, Assmann afirma: «Como creadores de estas estatuas, los seres humanos recuerdan su propio origen divino y, al cuidarlas y venerarlas piadosamente, hacen que lo divino se sienta como en casa en la tierra «.24
Sin embargo, los rituales diarios que consisten en despertar, saludar, purificar, ungir, vestir, alimentar y adorar a la estatua de culto, así como el proceso de las ofrendas sacrificiales (que se designan simbólicamente como el Ojo de Horus restaurado y en torno al cual gira el ritual) no deben concebirse «como una comunicación entre lo humano y lo divino, sino más bien como una interacción entre deidades»,25 es decir, como un verdadero ergōn divino, el «trabajo» sagrado que realizan los dioses y todas las clases superiores.
Según los neoplatónicos tardíos, los dioses (como los neteru egipcios) están presentes inmaterialmente en las cosas materiales, por lo que los ta sunthēmata (las sedes teúrgicas del poder elevador) son considerados como receptáculos de las irradiaciones divinas invisibles (ellampseis) implicadas en la liturgia cósmica de descenso y ascenso. Puesto que el cuerpo es una parte integral del trabajo demiúrgico, en su forma primordial perfecta que sirve como una imagen (eikōn) de la auto-revelación divina, la condición y la calidad de la materia encarnada indican la condición interna del alma. El cuerpo humano como estatua eidética fija o como secuencia iconográficamente establecida de escritura jeroglífica dinámica (análoga a una serie de mudras tántricos) es un instrumento de la presencia divina, porque esta presencia puede ocultarse o revelarse. Por lo tanto, telestikē no debe ser pensado como inducir la presencia de un dios (o de su daimon representativo) en el receptáculo artificialmente construido (hupodochē) solamente. El ba divino puede impregnar también el cuerpo humano, confirmando así la capacidad de este último para participar de los principios superiores. Cuando tal «encarnación» se hace permanente, el propio cuerpo humano se transforma y se convierte en la «estatua de oro» espiritual.
Los conjuros (epōdai) deben considerarse también como los sunthēmata (signos) anagógicos que funcionan como un medio de mantener el vínculo providencial entre las esencias henádicas inefables y sus expresiones simbólicas, o entre los arquetipos noéticos y sus imágenes existenciales, con el fin de completar las medidas divinas del alma y revelar su cuerpo inmortal reensamblado (sah, que está simbolizado por la momia real egipcia). Puesto que el cuerpo es un índice (deigma) de la capacidad del alma para recibir una presencia divina, la separación de las identificaciones somáticas inferiores y de las falsas identidades requiere, como Shaw argumenta constantemente,
«…determinar las medidas apropiadas para que esa alma se comprometa con los poderes que le ha otorgado el Demiurgo, y luego acelerar su crecimiento en esas medidas por medio de ritos teúrgicos.»26
Las medidas mencionadas sugieren las proporciones del alma descritas en el Timeo de Platón (35b-36B; 43D-E), por lo que mediante la correcta ejecución de los ritos teúrgicos medidos el iniciado imita la actividad del Demiurgo, uniendo las partes al todo e integrando la multiplicidad psicosomática en la unidad noética que preside.
Figuras, nombres y señales del discurso divino
Argumentando que así como el descenso del alma tuvo lugar a través de muchos niveles intermedios, así también su ascenso, que incluye prescindir del pensamiento a través de imágenes y disolver «la estructura de la vida que ha compuesto para sí misma», Proclo compara la phantasia (imaginación) con «esos pájaros estinfalianos que vuelan dentro de nosotros, en la medida en que nos presentan males de forma y figura, no siendo capaces en absoluto de captar la Forma no figurativa y sin partes».27 En efecto, el filósofo platónico, como el ba en forma de pájaro del iniciado egipcio, debe volver a desarrollar sus alas para volar hasta las estrellas (símbolos visibles de los arquetipos noéticos eternos) y, de pie sobre la espalda del universo ourobórico, como sobre la espalda de la diosa egipcia Nut, contemplar lo que hay más allá y lo que es, por tanto, informe e incoloro.
A pesar de esta retórica deconstructiva que hace una división tajante entre las cosas divinas, directamente percibidas a través de la intelección (noēsis) y las presentadas a través de la imaginación verbalmente expresada (lektikē phantasia), Proclo reconoce una tarea para quien vive en el nivel del intelecto (nous) de actuar por medio de la razón discursiva y la imaginación. Esto es así en parte porque todas las realidades manifestadas, siendo sólo un juguete de los dioses -como Platón afirma explícitamente28- aparecen como el sueño demiúrgico del Creador. Todo el cosmos animado es como la nave milagrosa construida por el iniciado egipcio en la Duat (el Mundo de las Tinieblas), utilizando los nombres y palabras secretas del poder demiúrgico, y por tanto «mágico» (hekau).
De este modo, tanto el iniciado egipcio, que entra en la Duat antes de su muerte física, como el filósofo platónico siguen al Intelecto divino (el Atum-Ra solar) que produce todas las cosas y «en sus pensamientos sin fondo» contiene causalmente y en una sola simplicidad el conocimiento unificado de todas las cosas y de todas las obras divinas (theia erga) que se realizan por el hecho mismo de concebirlas y contemplarlas noéticamente. Es, como dice Proclo
«como si por el hecho mismo de imaginar todas estas cosas de este modo, produjera la existencia externa de todas las cosas que poseía dentro de sí mismo en su imaginación. Es obvio que él mismo, entonces, sería la causa de todas aquellas cosas que le sucederían a la nave a causa de los vientos en el mar, y así, contemplando sus propios pensamientos, crearía y conocería a la vez lo que es externo, no requiriendo ningún esfuerzo de atención hacia ellos.»29
Aunque los dioses carecen de forma o figura visible, pueden ser vistos con una figura en el reino psíquico de la imaginación (digamos, en el Duat microcósmico, el Inframundo hathoriano u osiriano del alma), ya que cada alma es el pleroma de la realidad (pantōn plērōma esti tōn eidon).30 Así que, dentro del alma, como en la pantalla mágica, todas las cosas están contenidas interiormente de un modo psíquico. Como nos recuerda Sara Rappe
«En la frontera entre el mundo material y el mundo puramente inmaterial del intelecto, este espacio de la imaginación ofrece un dominio transitorio que la mente puede llegar a habitar. Este espacio visionario no contiene objetos externos ni ilusiones ni alucinaciones. Más bien, es ante todo un reino de autoiluminación…»31
Por lo tanto, en este modo «osiriano», el alma es capaz de ver y conocer todas las cosas, incluidas las figuras de los dioses que esencialmente carecen de forma y figura, entrando en sí misma y despertando los poderes interiores que revelan las imágenes (eikones) y los símbolos de la realidad universal. Ni el vidente psíquico exterior ni el interior son capaces de ver sin imágenes. Así, la naturaleza de las cosas vistas, en cada caso, corresponde a la naturaleza y preparación del propio vidente, es decir, a las medidas o configuraciones arquetípicas particulares (las inicialmente escritas por Nous, el Intelecto demiúrgico) y a los contenidos reales de su conciencia existencial y culturalmente conformada.
El Demiurgo es el primero y el único verdadero vidente y verdadero orador, cuyo «discurso» equivale a la contemplación creadora a través de los espejos trascendentes de la imaginación. De ahí que su ver y su hablar constituyan la manifestación misma. Por tanto, la creación de todas las cosas y el acto de nombrarlas son una misma cosa.
La ascensión teúrgica (la reversión de la creación, asumiendo ahora la forma de deconstrucción sacramental) se considera también como un rito de invocación divina. En cierto sentido, la invocación, el encantamiento y la salmodia muestran el camino sagrado (hodos) hacia el mundo divino, conduciendo al cantor iniciado al mundo de las tinieblas. Este conocimiento del encantamiento constituye el núcleo teúrgico de la vía órfica y proporciona el marco cosmológico de las liturgias de los templos egipcios, basadas en el juego luminoso de los poderes heka.
Del mismo modo, en el contexto de la antigua poesía épica griega, el canto del poeta (considerado al mismo tiempo como un teólogo inspirado a modo de profeta) es «simplemente un viaje a otro mundo: un mundo en el que el pasado y el futuro son tan accesibles y reales como el presente «.32 El viaje de estos poetas de inspiración divina es su canto. Como dice Peter Kingsley: «Los poemas que cantan no sólo describen sus viajes; son lo que hace que el viaje se produzca «.33
Para los neoplatónicos helénicos tardíos, incluso leer el texto filosófico o hierático (algo análogo al texto cósmico de las estrellas y los presagios celestes, considerado como un despliegue de jeroglíficos divinos) es participar en un ritual teúrgico. Rappe lo explica así:
«El alma, como canal de la manifestación cósmica, lee el mundo bajo uno de estos dos signos: el mundo es «otro» o está fuera del alma cuando ésta está en proceso de descenso, mientras que es «el mismo» y está dentro del alma que asciende o regresa. Ambos grandes nombres son así pronunciados y comprendidos por el alma, mientras que en el momento de su pronunciación se expresa el mundo mismo. De hecho, el mundo en su conjunto es justamente un sistema de signos de este tipo, debido de nuevo a la actividad del Demiurgo».34
De ahí que, en la visión neoplatónica, toda la realidad manifestada consista en diferentes modos del habla divina, o diferentes niveles de revelación que opera con un sistema de signos y símbolos que simultáneamente manifiestan y ocultan al Uno. Proclo dice: «El Cielo y la Tierra son, pues, significantes, el uno significa la procesión desde allí y el otro el retorno «35.
El nombre es imagen (eikōn) de un paradeigma, copia de un modelo que se establece en el nivel noético. El griego onomata significa tanto «nombres» como «palabras», y estos onomata son vistos como agalmata por Proclo. El cosmos como agalma, imagen, santuario o estatua de los dioses sempiternos (ton aidiōn theon gigonos agalma),36 consiste en la misteriosa circularidad del gran Nombre divino. En consecuencia, procesión (proodos) y retorno (epistrophē) son los grandes nombres del Principio indecible.
El cosmos ourobórico (ourobórico, porque se asemeja al cuerpo circular de la Serpiente noética cuyo principio y fin están ligados) debe ser visto como el texto divino ontológicamente desplegado, el globo de oro luminoso lleno de jeroglíficos animados en su interior. Los jeroglíficos son medu neter, «palabras divinas» (o modos del habla divina), por decirlo en términos egipcios. Este agalma viviente, o más bien toda la constelación de onomata, agalmata y sunthemata, es como una estatua de culto macrocósmica, una encarnación viviente de las Ideas divinas, de los contenidos arquetípicos que constituyen la plenitud de Atum.
Aunque sostiene que agalma no contiene ninguna implicación de semejanza y, por lo tanto, no es un sinónimo de eikōn, Francis Cornford describe la actitud de Proclo hacia el cosmos como el más sagrado de los santuarios de la siguiente manera. Platón, según Proclo,
«habla del cosmos como un agalma de los dioses eternos porque está lleno de la divinidad de los dioses inteligibles, aunque no recibe a esos dioses mismos en sí mismo más de lo que las imágenes de culto (agalmata) reciben las esencias trascendentes de los dioses. Los dioses del cosmos (los cuerpos celestes) son, por así decirlo, canales que transmiten un resplandor que emana de los dioses inteligibles. Proclo llama al Demiurgo el agalmatopoios tou kosmou, que hace del cosmos un agalma y establece en él los agalmata de los dioses individuales.»37
Los nombres de los dioses son una expresión eidética objetiva de su esencia henádica, por lo que la deidad está realmente presente en su nombre. Del mismo modo, el Principio supremo está en sus grandes nombres que constituyen el cosmos manifestado, ya que el Uno es el nombre de procesión del universo, y el Bien es el nombre de su reversión. Esto significa que el universo, to pan, es un conjunto de fichas demiúrgicas y teúrgicas, como una estatua hierática que tiene su cuerpo animado por el alma. Por ejemplo, las estrellas son agalmata hechas por los dioses para su propia habitación, y «el cosmos con sus ocho círculos móviles es pensado como un agalma que espera la presencia de los seres divinos que han de poseer el movimiento simbolizado.»38
En el neoplatonismo, los nombres se asemejan a «imágenes divinas» que son esencialmente simbólicas y teúrgicas. Funcionan dentro de la tríada metafísica de permanencia, procesión y reversión (monē, proodos, epistrophē), conduciendo a los primeros principios y causas a través de sus efectos y huellas. Además, los nombres divinos se consideran «imágenes vocales» o «estatuas habladas» (agalmata phōnēenta) de los dioses, según el por lo demás desconocido Demócrito el platónico39.
En el marco de la eterna obra demiúrgica y teúrgica (ergōn), da lo mismo que los nombres sean tratados como naturales o convencionales, phusei o thesei, porque esta oposición es demasiado humana, discursiva y en parte ilusoria. Para Proclo, en el nivel de la percepción humana, las cosas son «naturales» en cuatro sentidos: como los animales y sus partes, como las facultades y actividades de las cosas naturales, como las sombras y los reflejos en los espejos, y como las imágenes formadas por el arte (technētai eikones), las que se asemejan a sus arquetipos. Los nombres se consideran «naturales» en el cuarto sentido. Por lo tanto, como dice Anne Sheppard:
«La opinión de que los nombres son naturalmente apropiados, como las imágenes creadas por el arte del pintor que reflejan la forma del objeto, concuerda con la opinión neoplatónica de que las imágenes artísticas reflejan las Formas platónicas más que los objetos del mundo sensible. También es bastante coherente con la opinión de que los nombres son agalmata, defendida por Proclo en el In Crat. y también por el neoplatónico alejandrino Hierocles.»40
Notas:
1 He examinado la teoría egipcia del habla/nombres divinos, incluyendo los aspectos específicos de la transmisión y las cuestiones de contexto histórico en mi próximo artículo, «Metaphysical symbols and their funtion in theurgy» (Los símbolos metafísicos y su función en la teurgia). Merece la pena reconocer aquí que, como señala Gregory Shaw, «ni Jámblico ni ninguno de sus sucesores platónicos proporcionan ejemplos concretos de cómo se utilizaban los nombres, los sonidos o los conjuros musicales en los ritos teúrgicos. Sin embargo, existe una gran cantidad de pruebas procedentes de círculos no teúrgicos que sugieren que los teúrgos utilizaban el asema onomata («palabras sin sentido») según las teorías cosmológicas pitagóricas y una espiritualización de las reglas de la gramática’ (Theurgy and the Soul: The Neoplatonism of Iamblichus, University Park: The Pennsylvania State University Press, 1995, p.183).
2 J. Assmann, The Search for God in Ancient Egypt, D. Lorton (tr.), Ithaca y Londres: Cornell University Press, 2001, p. 92.
3 E. R. Dodds Los griegos y lo irracional, Berkeley: University of California Press, 1984, p.286.
4 Ibídem, p. 292.
5 Proclo, En Tim. III.155.18.
6 La tradición neoplatónica subraya esta distinción entre goēteia y theourgia.
7 Esta comprensión de los ritos egipcios se considera en detalle a lo largo de los trabajos de Jan Assmann.
8 A. Louth, «Pagan Theurgy and Christian Sacramentalism in Denys the Areopagite», The Journal of Theological Studies 37, Oxford: Clarendon Press, 1986, p.434.
9 Damascio, Phil.Hist. 46D.
10 Ibídem, 42F.
11 Ibídem, 4A.
12 Ibídem, 4A-C.
13 Ibídem, 85A.
14 Jámblico, De mysteriis 96.43-14.
15 Pseudo-Dionisio, La Jerarquía Celestial 181B.
16 Ibídem, 161D 1-5.
17 P. E. Rorem, Biblical and Liturgical Symbolism within the Ps-Dionysian Synthesis, Toronto: Pontificio Instituto de Estudios Medievales, 1984, p.116.
18 G. Shaw, «Theurgy: Rituals of Unification in the Neoplatonism of Iamblichus», Traditio: Studies in Ancient and Medieval History, Thought, and Religion 41, Nueva York: Fordham University Press, 1985, p.1.
19 Jámblico, De mysteriis 47.13-14.
20 Ibídem, 47.7-8.
21 Ibídem, 41.9-42.1.
22 Ibídem, 31.4.
23 Ibídem, 31.9-32.2.
24 Assmann, La búsqueda de Dios en el Antiguo Egipto, p. 41.
25 Ibídem, p. 49.
26 G. Shaw, «Theurgy as Demiurgy: Iamblichus’ Solution to the Problem of Embodiment’,
Dionysius Vol.XII, Halifax: Dalhouse University Press, 1988, p.51.
27 Proclo, In Parm. 1025.
28 Platón, Leyes 7.803.
29 Ibídem, 959.
30 Proclo, In Parm. 896.
31 S. Rappe, Reading Neoplatonism: Non-discursive Thinking in the Texts of Plotinus, Proclus, and Damascius, Cambridge: Cambridge University Press, 2000, p.173.
32 P. Kingsley, In the Dark Places of Wisdom, Inverness, CA: The Golden Sufi Center, 1999, p.122.
33 Ibídem, p. 123.
34 Rappe, Reading Neoplatonism, p. 181.
35 Proclo, En Tim. I.273.
36 Platón, Tim. 37C.
37 F. M. Cornford, La cosmología de Platón: El Timeo de Platón, Indianapolis: Hackett Publishing Company, 1997, p.101.
38 Ibídem, p.102.
39 Damascio, En Phileb. 24.3.
40 A. Sheppard, «Proclus’ Philosophical Method of Exegesis: The Use of Aristotle and the Stoics in the Commentary on the Cratylus’ en Proclus lecteur et interprete des anciens, J. Pepin y H. D. Saffrey (ed.), París: CNRS, 1987, p. 149.