Mundus imaginalis o lo imaginario y lo imaginal, por Henry Corbin

El siguiente artículo fue escrito por Henry Corbin en «Mundus imaginalis ou l’imaginaire et l’imaginal«, Cahiers internationaux du symbolisme 6, Bruselas, 1964, págs. 3-26. Reimpreso en Rostro de Dios, Rostro del Hombre – Hermenéutica y Sufismo. París, Flammarion, 1983. Puede encontrarse en la web Association des amis de Henry et Stella Corbin (amiscorbin.com). Recomendamos su visita para los interesados en la obra de este autor.

Al ofrecer las dos palabras latinas mundus imaginalis como título de esta discusión, pretendo tratar un orden preciso de la realidad correspondiente a un modo preciso de percepción, porque la terminología latina ofrece la ventaja de proporcionarnos un punto de referencia técnico y fijo, con el que podemos comparar los diversos equivalentes más o menos irresolutos que nos sugieren nuestras lenguas occidentales modernas.

Voy a hacer una confesión inmediata. La elección de estas dos palabras me fue impuesta hace algún tiempo, porque me era imposible, en lo que tenía que traducir o decir, contentarme con la palabra imaginario. No se trata en absoluto de una crítica dirigida a aquellos para quienes el uso de la lengua constriñe el recurso a esta palabra, ya que intentamos juntos revalorizarla en un sentido positivo. Sin embargo, a pesar de nuestros esfuerzos, no podemos evitar que el término imaginario, en el uso actual que no es deliberado, equivalga a significar irreal, algo que está y permanece fuera del ser y de la existencia; en resumen, algo utópico. Me vi absolutamente obligado a encontrar otro término porque, durante muchos años, he sido por vocación y profesión intérprete de textos árabes y persas, cuyos propósitos habría traicionado sin duda si me hubiera contentado total y simplemente -incluso con todas las precauciones posibles- con el término imaginario. Estaba absolutamente obligado a encontrar otro término si no quería engañar al lector occidental de que se trata de desarraigar hábitos de pensamiento establecidos desde hace mucho tiempo, para despertarle a un orden de cosas, cuyo sentido es la misión de nuestros coloquios en la «Sociedad del Simbolismo».

En otras palabras, si solemos hablar de lo imaginario como lo irreal, lo utópico, esto debe contener el síntoma de algo. En contraste con este algo, podemos examinar brevemente juntos el orden de la realidad que designo como mundus imaginalis, y lo que nuestros teósofos del Islam designan como el «octavo clima»; luego examinaremos el órgano que percibe esta realidad, a saber, la conciencia imaginativa, la Imaginación cognitiva; y finalmente, presentaremos varios ejemplos, entre muchos otros, por supuesto, que nos sugieren la topografía de estos intermundos, tal como los han visto quienes realmente han estado allí.

I. «NA-KOJA-ABAD» O EL «OCTAVO CLIMA»

Acabo de mencionar la palabra utópico. Es algo extraño, o un ejemplo decisivo, que nuestros autores utilicen en persa un término que parece ser su calco lingüístico: Na-koja-Abad, la «tierra del No-lugar». Se trata, sin embargo, de algo completamente distinto de una utopía.

Tomemos los bellísimos relatos -a la vez visionarios y de iniciación espiritual- compuestos en persa por Sohravardi, el joven shaykh que, en el siglo XII, fue el «resucitador de la teosofía de la antigua Persia» en el Irán islámico. Cada vez, el vidente se encuentra, al principio del cuento, en presencia de una figura sobrenatural de gran belleza, a la que pregunta quién es y de dónde viene. Estos cuentos ilustran esencialmente la experiencia del gnóstico, vivida como la historia personal del Extranjero, el cautivo que aspira a volver a casa.

Al comienzo del relato que Sohravardi titula «El arcángel carmesí «1, el cautivo, que acaba de escapar a la vigilancia de sus carceleros, es decir, que ha abandonado temporalmente el mundo de la experiencia sensorial, se encuentra en el desierto en presencia de un ser al que pregunta, ya que ve en él todos los encantos de la adolescencia: «¡Oh Juventud! ¿de dónde vienes?». Recibe esta respuesta: «¿Qué? ¿Soy el primogénito de los hijos del Creador [en términos gnósticos, el Protoktistos, el Primer-Creado] y me llamas joven?». Ahí, en este origen, está el misterio del color carmesí que reviste su apariencia: la de un ser de Luz pura cuyo esplendor el mundo sensorial reduce al carmesí del crepúsculo. «Vengo de más allá de la montaña de Qaf… Es allí donde fuiste tú mismo al principio, y es allí donde volverás cuando finalmente te liberes de tus ataduras.»

La montaña de Qaf es la montaña cósmica constituida de cumbre a cumbre, de valle a valle, por las Esferas celestes que están encerradas unas dentro de otras. ¿Cuál es, pues, el camino que conduce fuera de ella? ¿Qué longitud tiene? «No importa cuánto camines», se le dice, «es en el punto de partida donde llegas de nuevo», como la punta de la brújula que vuelve al mismo lugar. ¿Implica esto simplemente salir de uno mismo para llegar a uno mismo? No exactamente. Entre los dos, un gran acontecimiento lo habrá cambiado todo; el yo que se encuentra allí es el que está más allá de la montaña de Qaf un yo superior, un yo «en segunda persona». Habrá sido necesario, como Khezr (o Khadir, el profeta misterioso, el eterno errante, Elías o uno como él) bañarse en el Manantial de la Vida. «Quien ha encontrado el sentido de la Verdadera Realidad ha llegado a ese Manantial. Cuando emerge del Manantial, ha alcanzado la Aptitud que le hace semejante a un bálsamo, una gota del cual destilas en el hueco de tu mano sosteniéndola de cara al sol, y que luego pasa al dorso de tu mano. Si eres Khezr, también puedes atravesar sin dificultad la montaña de Qaf”.

Otros dos cuentos místicos dan un nombre a ese «más allá de la montaña de Qaf” y es este nombre mismo el que marca la transformación de montaña cósmica a montaña psicocósmica, es decir, la transición del cosmos físico a lo que constituye el primer nivel del universo espiritual. En el relato titulado «El susurro de las alas de Gabriel», aparece de nuevo la figura que, en las obras de Avicena, se llama Hayy ibn Yaqzan («el Viviente, hijo del Vigilante») y que, hace un momento, fue designado como el Arcángel Carmesí. Se hace la pregunta que debe hacerse, y la respuesta es ésta: «Vengo de Na-koja-Abad «2. Por último, en el relato titulado «Vademécum de los Fieles en el Amor» (Mu’nis al-‘oshshaq), que pone en escena una tríada cosmogónica cuyos dramatis personae son, respectivamente, la Belleza, el Amor y la Tristeza, la Tristeza se aparece a Ya’qab llorando por José en la tierra de Canaán. A la pregunta: «¿En qué horizonte has penetrado para venir aquí?», se da la misma respuesta: «Vengo de Na-koja-Abad”.

Na-koja-Abad es un término extraño. No figura en ningún diccionario persa, y fue acuñado, que yo sepa, por el propio Sohravardi, a partir de los recursos de la más pura lengua persa. Literalmente, como he dicho hace un momento, significa la ciudad, el país o la tierra (abad) del No-lugar (Na-koja). Por eso estamos aquí ante un término que, a primera vista, puede parecernos el equivalente exacto del término ou-topía, que, por su parte, no aparece en ningún diccionario persa, no aparece en los diccionarios griegos clásicos, y fue acuñado por Tomás Moro como sustantivo abstracto para designar la ausencia de toda localización, de todo situs dado en un espacio descubrible y verificable por la experiencia de nuestros sentidos. Etimológica y literalmente, tal vez sería exacto traducir Na-koja-Abad por outopía, utopía, y, sin embargo, con respecto al concepto, la intención y el verdadero significado, creo que incurriríamos en un error de traducción. Me parece, por tanto, que es de fundamental importancia intentar, al menos, determinar por qué se trataría de una mala traducción.

Es incluso una cuestión de precisión indispensable, si queremos comprender el sentido y la implicación real de múltiples informaciones relativas a las topografías exploradas en el estado visionario, el estado intermedio entre la vigilia y el sueño -informaciones que, por ejemplo, entre los individuos espirituales del Islam chiíta, se refieren a la «tierra del Imam oculto». Una cuestión de precisión que, al hacernos estar atentos a un diferencial que afecta a toda una región del alma, y por tanto a toda una cultura espiritual, nos llevaría a preguntarnos: ¿qué condiciones hacen posible eso que ordinariamente llamamos utopía y, en consecuencia, el tipo de hombre utópico? ¿Cómo y por qué hace su aparición? Me pregunto, de hecho, si el equivalente se encontraría en alguna parte del pensamiento islámico en su forma tradicional. No creo, por ejemplo, que cuando Farabi, en el siglo X, describe la «Ciudad perfecta», o cuando el filósofo andalusí Ibn Bajja (Avempace), en el siglo XII, retoma el mismo tema en su «Régimen del solitario «3 -no creo que ninguno de ellos contemplara lo que hoy llamamos una utopía social o política. Entenderlos así sería, me temo, sustraerlos a sus propios presupuestos y perspectivas, para imponer los nuestros, nuestras propias dimensiones; sobre todo, me temo que conllevaría seguramente resignarnos a confundir la Ciudad Espiritual con una Ciudad imaginaria.

La palabra Na-koja-Abad no designa algo así como el ser inextenso, en estado adimensional. La palabra persa abad significa ciertamente una ciudad, una tierra cultivada y poblada, por tanto, algo extendido. Lo que Sohravardi quiere decir con estar «más allá de la montaña de Qaf” es que él mismo, y con él toda la tradición teosófica de Irán, representa el compuesto de las ciudades místicas de Jabalqa, Jabarsa y Hurqalya. Topográficamente, afirma con precisión que esta región comienza «en la superficie convexa» de la Novena Esfera, la Esfera de las Esferas, o la Esfera que incluye la totalidad del cosmos. Esto significa que comienza en el momento exacto en que se abandona la Esfera suprema, que define toda orientación posible en nuestro mundo (o en este lado del mundo), la «Esfera» a la que se refieren los puntos cardinales celestes. Es evidente que, una vez traspasado este límite, la pregunta «¿dónde?» (ubi, koja) pierde su sentido, al menos el sentido en que se formula en el espacio de nuestra experiencia sensorial. De ahí el nombre de Na-koja-Abad: un lugar fuera de lugar, un «lugar» que no está contenido en un lugar, en atopos, que permite responder, con un gesto de la mano, a la pregunta «¿dónde?». Pero cuando decimos «partir del dónde», ¿qué significa esto?

Seguramente no puede referirse a un cambio de posición local,4 un traslado físico de un lugar a otro lugar, como si se tratara de lugares contenidos en un único espacio homogéneo. Como sugiere, al final del relato de Sohravardi, el símbolo de la gota de bálsamo expuesta al sol en el hueco de la mano, se trata de entrar, de pasar al interior y, al pasar al interior, de encontrarse, paradójicamente, fuera o, en el lenguaje de nuestros autores, «La relación que se establece es esencialmente la de lo externo, lo visible, lo exotérico (en árabe, zahir), y lo interno, lo invisible, lo esotérico (en árabe, batin), es decir, el mundo natural y el mundo espiritual. Partir del dónde, la categoría del ubi, es salir de las apariencias externas o naturales que encierran las realidades internas ocultas, como la almendra se oculta bajo la cáscara. Este paso se da para que el Extranjero, el gnóstico, regrese a casa, o al menos para conducir a ese regreso”.

Pero ocurre algo curioso: una vez realizada esta transición, resulta que en adelante esta realidad, antes interior y oculta, se revela envolvente, circundante, contenedora de lo que antes era exterior y visible, ya que mediante la interiorización se ha partido de esa realidad exterior. En adelante, es la realidad espiritual la que envuelve, rodea, contiene la realidad llamada material. Por eso la realidad espiritual no está «en el dónde». Es el «dónde» el que está en ella. O, mejor dicho, ella misma es el «dónde» de todas las cosas; por tanto, ella misma no está en un lugar, no entra en la pregunta «¿dónde?» -la categoría ubi referida a un lugar en el espacio sensorial. Su lugar (itsabad) con relación a esto es Na-koja (No-lugar), porque su ubi en relación con lo que es el espacio insensorial es un ubique (en todas partes). Cuando hayamos comprendido esto, habremos comprendido quizás lo que es esencial para seguir la topografía de las experiencias visionarias, para distinguir su sentido (es decir, la significación y la dirección simultáneamente) y también para distinguir algo fundamental, a saber, lo que diferencia las percepciones visionarias de nuestros individuos espirituales (Sohravardi y muchos otros) con respecto a todo lo que nuestro vocabulario moderno subsume bajo el sentido peyorativo de creaciones, imaginaciones, incluso locuras utópicas.

Pero lo que debemos empezar a destruir, en la medida en que seamos capaces de hacerlo, aun a costa de una lucha reanudada cada día, es lo que puede llamarse el «reflejo agnóstico» en el hombre occidental, porque ha consentido el divorcio entre el pensamiento y el ser. Cuántas teorías recientes se originan tácitamente en este reflejo, gracias al cual esperamos escapar a la otra realidad ante la que nos sitúan ciertas experiencias y ciertas evidencias, y escapar de ella, en el caso de que nos sometamos secretamente a su atracción, dándole toda clase de explicaciones ingeniosas, excepto una: ¡la que le permitiría significar verdaderamente para nosotros, por su existencia, lo que es! Para que signifique eso para nosotros, debemos, en todo caso, disponer de una cosmología de tal tipo que la información más asombrosa de la ciencia moderna sobre el universo físico quede por debajo de ella. Lo que distingue a la cosmología tradicional de los teósofos del Islam, por ejemplo, es su estructura, en la que los mundos e intermundos «más allá de la montaña de Qaf”, es decir, más allá de los universos físicos, están dispuestos en niveles inteligibles sólo para una existencia en la que el acto de ser está de acuerdo con su presencia en esos mundos, pues recíprocamente, es de acuerdo con este acto de ser que esos mundos están presentes para ella5. ¿Qué dimensión debe tener, pues, este acto de ser para ser, o llegar a ser en el curso de sus futuros renacimientos, el lugar de esos mundos que están fuera del lugar de nuestro espacio natural? Y, en primer lugar, ¿cuáles son esos mundos?

Aquí sólo puedo referirme a unos pocos textos. Un número mayor se encontrará traducido y agrupado en el libro que he titulado Cuerpo Espiritual y Tierra Celeste.6 En su «Libro de las Conversaciones», Sohravardi escribe: «Cuando aprendas en los tratados de los antiguos Sabios que existe un mundo dotado de dimensiones y extensión, distinto del pleroma de las Inteligencias [es decir, un mundo inferior al de las Inteligencias arcangélicas puras], y distinto del mundo gobernado por las Almas de las Esferas [es decir, un mundo que, aunque tiene dimensión y extensión, es distinto del mundo de los fenómenos sensoriales, y superior a él, incluyendo el universo sideral, los planetas y las «estrellas fijas»], un mundo en el que hay ciudades cuyo número es imposible contar, ciudades entre las que nuestro Profeta mismo nombró Jabalqa y Jabarsa, no te apresures a llamarlo mentira, pues los peregrinos del espíritu pueden contemplar ese mundo, y encuentran allí todo lo que es objeto de su deseo”. 7

Estas pocas líneas nos remiten a un esquema en el que coinciden todos nuestros teósofos místicos, un esquema que articula tres universos o, mejor dicho, tres categorías de universo. Está nuestro mundo físico sensorial, que incluye tanto nuestro mundo terrenal (regido por las almas humanas) como el universo sideral (regido por las Almas de las Esferas); éste es el mundo sensorial, el mundo de los fenómenos (molk). Existe el mundo suprasensorial del Alma o de las Almas-ángeles, el Malakut, en el cual existen las ciudades místicas que acabamos de nombrar, y que comienza «en la superficie convexa de la Novena Esfera». Allí está el universo de las Inteligencias Arcangélicas puras. A estos tres universos corresponden tres órganos de conocimiento: los sentidos, la imaginación y el intelecto, tríada a la que corresponde la tríada de la antropología: cuerpo, alma, espíritu -tríada que regula el triple crecimiento del hombre, extendiéndose desde este mundo hasta las resurrecciones en los otros mundos.

Observamos inmediatamente que ya no estamos reducidos al dilema del pensamiento y la extensión, al esquema de una cosmología y una gnoseología limitadas al mundo empírico y al mundo del entendimiento abstracto. Entre ambos se sitúa un mundo intermedio, que nuestros autores designan como ‘alam al-mithal, el mundo de la Imagen, mundus imaginalis: un mundo tan ontológicamente real como el mundo de los sentidos y el mundo del intelecto, un mundo que requiere una facultad de percepción que le pertenezca, una facultad que sea una función cognoscitiva, un valor noético, tan plenamente real como las facultades de percepción sensorial o de intuición intelectual. Esta facultad es el poder imaginativo, el que debemos evitar confundir con la imaginación que el hombre moderno identifica con la «fantasía» y que, según él, sólo produce lo «imaginario.» Aquí nos encontramos, pues, simultáneamente en el corazón de nuestra investigación y de nuestro problema terminológico.

¿Qué es ese universo intermedio? Para todos nuestros pensadores, en efecto, el mundo de extensión perceptible por los sentidos incluye los siete climas de su geografía tradicional. Pero existe aún otro clima, representado por ese mundo que, sin embargo, posee extensión y dimensiones, formas y colores, sin que sean perceptibles a los sentidos, como lo son cuando son propiedades de los cuerpos físicos. No, esas dimensiones, formas y colores son el objeto propio de la percepción imaginativa o de los «sentidos psicoespirituales»; y ese mundo, plenamente objetivo y real, donde todo lo que existe en el mundo sensorial tiene su análogo, pero no es perceptible por los sentidos, es el mundo que se designa como el octavo clima. El término es suficientemente elocuente por sí mismo, ya que significa un clima fuera de los climas, un lugar fuera del lugar, fuera de dónde (¡Na-koja-Abad!).

El término técnico que lo designa en árabe, ‘alam a mithal, quizá pueda traducirse también por mundus archetypus; así se evita la ambigüedad. Pues es la misma palabra que sirve en árabe para designar las Ideas platónicas (interpretadas por Sohravardi en términos de angelología zoroástrica). Sin embargo, cuando el término se refiere a las Ideas platónicas, casi siempre va acompañado de esta calificación precisa: mothol (plural de mithal) aflatuniya nuraniya, los «arquetipos platónicos de la luz». Cuando el término se refiere al mundo del octavo clima, designa técnicamente, por una parte, los Arquetipos-Imágenes de las cosas individuales y singulares; en este caso, se refiere a la región oriental del octavo clima, la ciudad de Jabalqa, donde estas imágenes subsisten preexistentes y ordenadas al mundo sensorial. Pero, por otra parte, el término se refiere también a la región occidental, la ciudad de Jabarsa, por ser el mundo o intermundo en el que se encuentran los Espíritus tras su presencia en el mundo natural terrestre y como mundo en el que subsisten las formas de todas las obras realizadas, las formas de nuestros pensamientos y nuestros deseos, de nuestros presentimientos y nuestro comportamiento.9 Es esta composición la que constituye ‘alam al-mithal, el mundus imaginalis.

Técnicamente, de nuevo, nuestros pensadores lo designan como el mundo de las «Imágenes en suspenso» (mothol mo’allaqa). Sohravardi y su escuela entienden por ello un modo de ser propio de las realidades de ese mundo intermedio, que designamos como Imaginalia.10 La naturaleza precisa de este estatuto ontológico resulta de la visión o de las experiencias espirituales, en las que Sohravardi pide que confiemos plenamente, exactamente igual que en astronomía confiamos en las observaciones de Hiparco o Ptolomeo. Hay que reconocer que las formas y figuras del mundus imaginalis no subsisten del mismo modo que las realidades empíricas del mundo físico; de lo contrario, cualquiera podría percibirlas. También hay que señalar que no pueden subsistir en el puro mundo inteligible, ya que tienen extensión y dimensión, una materialidad «inmaterial», ciertamente, en relación con la del mundo sensorial, pero, de hecho, su propia «corporeidad» y espacialidad (se podría pensar aquí en la expresión utilizada por Henry More, platonista de Cambridge, spissitudo spiritualis, expresión que tiene su equivalente exacto en la obra de Sadra Shirazi, platonista persa). Por la misma razón, que sólo pudieran tener como sustrato nuestro pensamiento estaría excluido, como lo estaría, al mismo tiempo, que fueran irreales, nada; de lo contrario, no podríamos discernirlos, clasificarlos en jerarquías ni emitir juicios sobre ellos. La existencia de este mundo intermedio, mundus imaginalis, aparece así como metafísicamente necesaria; a él se ordena la función cognoscitiva de la Imaginación; es un mundo cuyo nivel ontológico está por encima del mundo de los sentidos y por debajo del mundo inteligible puro; es más inmaterial que el primero y menos inmaterial que el segundo.11 Siempre ha habido en esto algo de importancia capital para todos nuestros teósofos místicos. De ello depende, para ellos, tanto la validez de los relatos visionarios que perciben y relatan «acontecimientos en el Cielo» como la validez de los sueños, de los rituales simbólicos, de la realidad de los lugares formados por la meditación intensa, de la realidad de las visiones imaginativas inspiradas, de las cosmogonías y teogonías, y así, en primer lugar, de la verdad del sentido espiritual percibido en los datos imaginativos de las revelaciones proféticas.12

En resumen, ese mundo es el de los «cuerpos sutiles», cuya idea resulta indispensable si se quiere describir un vínculo entre el espíritu puro y el cuerpo material. Es esto lo que se relaciona con la designación de su modo de ser como «en suspenso», es decir, un modo de ser tal que la Imagen o Forma, puesto que ella misma es su propia «materia», es independiente de cualquier sustrato en el que sería inmanente a la manera de un accidente.13 Esto significa que no subsistiría como el color negro, por ejemplo, subsiste por medio del objeto negro en el que es inmanente. La comparación a la que nuestros autores recurren regularmente es el modo de aparición y subsistencia de las Imágenes «en suspenso» en un espejo. La sustancia material del espejo, metal o mineral, no es la sustancia de la imagen, sustancia cuya imagen sería un accidente. Es simplemente el «lugar de su aparición». Esto condujo a una teoría general de los lugares y formas epifánicas (mazhar, plural mazahir) tan característica de la Teosofía oriental de Sohravardi.

La Imaginación activa es el espejo preeminente, el lugar epifánico de las Imágenes del mundo arquetípico; por eso la teoría del mundus imaginalis está ligada a una teoría del conocimiento imaginativo y de la función imaginativa -una función verdaderamente central y mediadora, debido a la posición mediana y mediadora del mundus imaginalis. Es una función que permite a todos los universos simbolizarse unos con otros (o existir en relación simbólica unos con otros) y que nos lleva a representarnos, experimentalmente, que las mismas realidades substanciales asumen formas correspondientes respectivamente a cada universo (por ejemplo, Jabalqa y Jabarsa corresponden en el mundo sutil a los Elementos del mundo físico, mientras que Hurqalya corresponde allí al Cielo). Es la función cognitiva de la Imaginación la que permite establecer un conocimiento analógico riguroso, escapando al dilema del racionalismo actual, que sólo deja elegir entre los dos términos del dualismo banal: o «materia» o «espíritu», dilema que la «socialización» de la conciencia resuelve sustituyéndolo por una elección no menos fatal: o «historia» o «mito».

Este es el tipo de dilema que nunca ha derrotado a quienes están familiarizados con el «octavo clima», el reino de los «cuerpos sutiles», de los «cuerpos espirituales», umbral del Malakut o mundo del Alma. Entendemos que cuando dicen que el mundo de Hurqalya comienza «en la superficie convexa de la Esfera suprema», quieren significar simbólicamente que este mundo está en el límite donde se produce una inversión de la relación de interioridad expresada por la preposición en o dentro de, «en el interior de». Los cuerpos espirituales o las entidades espirituales ya no están en un mundo, ni siquiera en su mundo, del modo en que un cuerpo material está en su lugar, o está contenido en otro cuerpo. Es su mundo el que está en ellos. Por eso la Teología atribuida a Aristóteles, la versión árabe de las tres últimas Enéadas de Plotino, que Avicena anotó y que todos nuestros pensadores leyeron y meditaron, explica que cada entidad espiritual está «en la totalidad de la esfera de su Cielo»; cada una subsiste, ciertamente, independientemente de la otra, pero todas son simultáneas y cada una está dentro de cada una. Sería completamente falso imaginar ese otro mundo como un cielo indiferenciado e informal. Hay multiplicidad, por supuesto, pero las relaciones del espacio espiritual difieren de las relaciones del espacio entendido bajo el Cielo estrellado, tanto como el hecho de estar en un cuerpo difiere del hecho de estar «en la totalidad de su Cielo.» Por eso puede decirse que «detrás de este mundo hay un Cielo, una Tierra, un océano, animales, plantas y hombres celestes; pero todo ser allí es celeste; las entidades espirituales allí corresponden a los seres humanos allí, pero ninguna cosa terrestre está allí”.

La formulación más exacta de todo esto, en la tradición teosófica de Occidente, se encuentra quizás en Swedenborg. Uno no puede dejar de sorprenderse por la concordancia o convergencia de las afirmaciones del gran visionario sueco con las de Sohravardi, Ibn ‘Arabi o Sadra Shirazi. Swedenborg explica que «todas las cosas en el cielo parecen, al igual que en el mundo, estar en el lugar y en el espacio, y sin embargo los ángeles no tienen noción o idea de lugar o espacio». Esto se debe a que «todos los cambios de lugar en el mundo espiritual se efectúan por cambios de estado en los interiores, lo que significa que el cambio de lugar no es otra cosa que cambio de estado…. Los que están cerca están en estados similares, y los que están lejos están en estados diferentes; y los espacios en el cielo son simplemente las condiciones externas que corresponden a los estados internos. Por la misma razón los cielos son distintos entre sí… Cuando alguien va de un lugar a otro… llega más rápidamente cuando lo desea con impaciencia, y menos rápidamente cuando no lo desea, alargándose y acortándose el camino en sí de acuerdo con el deseo… Esto lo he visto a menudo para mi sorpresa. Todo esto aclara de nuevo cómo las distancias, y por consiguiente los espacios, están totalmente de acuerdo con los estados del interior de los ángeles; y siendo esto así, ninguna noción o idea de espacio puede entrar en su pensamiento, aunque haya espacios con ellos igualmente que en el mundo».14

Tal descripción es eminentemente apropiada para Na-koja-Abad y sus misteriosas Ciudades. En resumen, se deduce que existe un lugar espiritual y un lugar corpóreo. La transferencia de uno a otro no se efectúa en absoluto según las leyes de nuestro espacio físico homogéneo. En relación con el lugar corpóreo, el lugar espiritual es un No-lugar, y para el que alcanza el Na-koja-Abad todo ocurre a la inversa de los hechos evidentes de la conciencia ordinaria, que permanece orientada hacia el interior de nuestro espacio. Pues en adelante es el dónde, el lugar, lo que reside en el alma; es la sustancia corpórea la que reside en la sustancia espiritual; es el alma la que encierra y soporta el cuerpo. Por eso no es posible decir dónde está situado el lugar espiritual; no está situado, es, más bien, lo que sitúa, es situativo. Su ubi es un ubique. Ciertamente, puede haber correspondencias topográficas entre el mundo sensorial y el mundus imaginalis, uno simboliza con el otro. Sin embargo, no hay paso de uno a otro sin ruptura. Muchos relatos nos lo muestran. Uno se pone en camino; en un momento dado, se produce una ruptura con las coordenadas geográficas localizables en nuestros mapas. Pero el «viajero» no es consciente del momento preciso; no se da cuenta, con inquietud o asombro, hasta más tarde. Si fuera consciente de ello, podría cambiar su camino a voluntad, o podría indicárselo a los demás. Pero sólo puede describir dónde estaba; no puede indicar el camino a nadie.

II. LA IMAGINACIÓN ESPIRITUAL

Tocaremos aquí el punto decisivo para el que todo lo que precede nos ha preparado, a saber, el órgano que permite la penetración en el mundus imaginalis, la migración al «octavo clima». ¿Cuál es el órgano mediante el cual se produce esa migración, la migración que es el retorno ab extra ad intra (del exterior al interior), la inversión topográfica (la intususcepción)? No son ni los sentidos ni las facultades del organismo físico, ni tampoco el intelecto puro, sino esa potencia intermedia cuya función aparece como mediadora preeminente: la Imaginación activa. Seamos muy claros al hablar de ésta. Es el órgano que permite la transmutación de los estados espirituales internos en estados externos, en visiones-acontecimientos que simbolizan con esos estados internos. Es por medio de esta transmutación que se realiza toda progresión en el espacio espiritual, o, mejor dicho, esta transmutación es en sí misma lo que espacializa ese espacio, lo que hace que haya espacio, proximidad, distancia y lejanía.

Un primer postulado es que esta Imaginación es una facultad espiritual pura, independiente del organismo físico, y en consecuencia es capaz de subsistir tras la desaparición de éste. Sadra Shirazi, entre otros, se ha expresado repetidamente sobre este punto con particular contundencia.15 Dice que, así como el alma es independiente del cuerpo físico material en la recepción de las cosas inteligibles en acto, según su potencia intelectiva, el alma es igualmente independiente en lo que se refiere a su potencia imaginativa y a sus operaciones imaginativas. Además, cuando está separada de este mundo, como sigue teniendo a su servicio su Imaginación activa, puede percibir por sí misma, por su propia esencia y por esa facultad, cosas concretas cuya existencia, tal como se actualiza en su conocimiento y en su imaginación, constituye eo ipso la forma misma de existencia concreta de esas cosas (en otras palabras: la conciencia y su objeto son aquí ontológicamente inseparables). Todas estas potencias están reunidas y concentradas en una sola facultad, que es la Imaginación activa. Porque ha dejado de dispersarse en los diversos umbrales que son los cinco sentidos del cuerpo físico, y ha dejado de ser solicitada por las preocupaciones del cuerpo físico, presa de las vicisitudes del mundo exterior, la percepción imaginativa puede por fin mostrar su superioridad esencial sobre la percepción sensorial.

«Todas las facultades del alma», escribe Sadra Shirazi, «se han vuelto como una sola facultad, que es el poder de configurar y tipificar (taswir y tamthil); su imaginación se ha vuelto en sí misma como una percepción sensorial de lo suprasensorial: su vista imaginativa es en sí misma como su vista sensorial. Del mismo modo, sus sentidos del oído, el olfato, el gusto y el tacto -todos estos sentidos imaginativos- son en sí mismos como facultades sensoriales, pero reguladas a lo suprasensorial. Pues aunque externamente las facultades sensoriales son cinco en número, teniendo cada una su órgano localizado en el cuerpo, internamente, de hecho, todas ellas constituyen una singlesynaisthesis (hiss moshtarik)». Siendo pues la Imaginación como el currus subtilis (en griego okhema, vehículo, o [en Proclo, Jámblico, etc.] cuerpo espiritual) del alma, existe toda una fisiología del «cuerpo sutil» y por tanto del «cuerpo de resurrección», que Sadra Shirazi discute en estos contextos. Por eso reprocha incluso a Avicena haber identificado estos actos de percepción imaginativa póstuma con lo que ocurre en esta vida durante el sueño, pues aquí, y durante el sueño, la potencia imaginativa se ve perturbada por las operaciones orgánicas que se producen en el cuerpo físico. Se necesita mucho para que goce de su máximo de perfección y actividad, libertad y pureza. De lo contrario, el sueño sería simplemente un despertar en el otro mundo. No es así, como se alude en esta observación atribuida unas veces al Profeta y otras al Primer Imam de los chiíes: «Los humanos duermen. Cuando mueren es cuando despiertan».

Un segundo postulado, cuya evidencia obliga a reconocer, es que la Imaginación espiritual es un poder cognitivo, un órgano de conocimiento verdadero. La percepción imaginativa y la conciencia imaginativa tienen su propia función y valor noéticos (cognitivos), en relación con el mundo que les es propio, el mundo, hemos dicho, que es el ‘alam al-mithal, mundus imaginalis, el mundo de las ciudades místicas como Hurqalya, donde el tiempo se hace reversible y donde el espacio es una función del deseo, porque sólo es el aspecto externo de un estado interno.

La Imaginación se encuentra así firmemente equilibrada entre las otras dos funciones cognitivas: su propio mundo simboliza con el mundo al que corresponden respectivamente las otras dos funciones (conocimiento sensorial y conocimiento intelectivo). Hay, pues, algo así como un control que impide a la Imaginación divagar y despilfarrar, y que le permite asumir plenamente su función: hacer que se produzcan, por ejemplo, los acontecimientos que relatan los cuentos visionarios de Sohravardi y todos los del mismo género, porque toda aproximación al octavo clima se hace por la vía imaginativa. Puede decirse que ésta es la razón de la extraordinaria gravedad de los poemas épicos místicos escritos en persa (de ‘Attar a jami y a Nur ‘Ali-Shah), que amplifican constantemente los mismos arquetipos en nuevos símbolos. Para que la Imaginación divague y se despilfarre, para que deje de cumplir su función, que es percibir o generar símbolos que conducen al sentido interno, es necesario que el mundus imaginalis -el dominio propio del Malakut, el mundo del Alma- desaparezca. Tal vez sea necesario, en Occidente, fechar el comienzo de esta decadencia en el momento en que el averroísmo rechazó la cosmología aviceniana, con su jerarquía angélica intermedia de los Animae o Angeli caelestes. Estos Angeli caelestes (jerarquía inferior a la de los Angeli intellectuales) tenían el privilegio del poder imaginativo en estado puro. Una vez desaparecido el universo de estas Almas, fue la función imaginativa como tal la que quedó desequilibrada y devaluada. Es fácil comprender, entonces, el consejo dado más tarde por Paracelso, advirtiendo contra cualquier confusión de la Imaginatio vera, como decían los alquimistas, con la fantasía, «esa piedra angular de los locos».16

Esta es la razón por la que ya no podemos evitar el problema de la terminología. ¿Cómo es que no tenemos en francés [o en idiomas latinos] un término común y perfectamente satisfactorio para expresar la idea del ‘alam al-mithal? He propuesto para ello el latín mundus imaginalis, porque estamos obligados a evitar toda confusión entre lo que es aquí el objeto de la percepción imaginativa o imaginante y lo que llamamos ordinariamente lo imaginario. Esto es así, porque la actitud corriente es oponer lo real a lo imaginario como a lo irreal, a lo utópico, como es confundir símbolo con alegoría, confundir la exégesis del sentido espiritual con una interpretación alegórica. Ahora bien, toda interpretación alegórica es inofensiva; la alegoría es un envoltorio, o, más bien, un disfraz, de algo que ya es conocido o conocible de otro modo, mientras que la aparición de una Imagen que tiene la cualidad de símbolo es un fenómeno primario (Urphanomen), incondicional e irreductible, la aparición de algo que no puede manifestarse de otro modo al mundo donde estamos.

Ni los cuentos de Sohravardi, ni los cuentos que en la tradición chií nos hablan de alcanzar la «tierra del Imam Oculto», son imaginarios, irreales o alegóricos, precisamente porque el octavo clima o la «tierra del No-lugar» no es lo que comúnmente llamamos autopía. Se trata ciertamente de un mundo que permanece más allá de la verificación empírica de nuestras ciencias. De lo contrario, cualquiera podría acceder a él y encontrar pruebas de ello. Es un mundo suprasensorial, en la medida en que no es perceptible más que por la percepción imaginativa, y en la medida en que los acontecimientos que en él ocurren no pueden ser experimentados más que por la conciencia imaginativa o imaginante. Estemos seguros de comprender, también aquí, que no se trata simplemente de lo que el lenguaje de nuestro tiempo llama imaginación, sino de una visión que es Imaginatio vera. Y es a esta Imaginatio vera a la que debemos atribuir un valor noético o cognoscitivo pleno. Si ya no somos capaces de hablar de la imaginación más que como «fantasía», si no podemos utilizarla o tolerarla más que como tal, es quizá porque hemos olvidado las normas y las reglas y la «ordenación axial» que son responsables de la función cognoscitiva de la potencia imaginativa (la función que a veces he designado como imaginativa).

Pues el mundo en el que han penetrado nuestros testigos -encontraremos a dos o tres de esos testigos en la parte final de este estudio- es un mundo perfectamente real, más evidente incluso y más coherente, en su propia realidad, que el mundo real empírico percibido por los sentidos. Sus testigos fueron después perfectamente conscientes de que habían estado «en otra parte»; no son esquizofrénicos. Se trata de un mundo que está oculto en el acto mismo de la percepción sensorial, y que debemos encontrar bajo la aparente certeza objetiva de ese tipo de percepción. Por eso no podemos calificarlo positivamente de imaginario, en el sentido corriente en que la palabra se toma para significar irreal, inexistente. Del mismo modo que la palabra latina origo nos ha dado el derivado «original», creo que la palabra imago puede darnos, junto con imaginario, y por derivación regular, el término imaginal. Así, el mundo imaginal será intermedio entre el mundo sensorial y el mundo inteligible. Cuando nos encontremos con el término árabe jism mithali para designar el «cuerpo sutil» que penetra en el «octavo clima», o el «cuerpo de resurrección», podremos traducirlo literalmente como cuerpo imaginal, pero ciertamente no como cuerpo imaginario. Tal vez, entonces, tengamos menos dificultades para situar a las figuras que no pertenecen ni al «mito» ni a la «historia», y tal vez dispongamos de una especie de contraseña para el camino hacia el «continente perdido”.

Para envalentonarnos en este camino, tenemos que preguntarnos qué constituye nuestro real, lo real para nosotros, de modo que, si salimos de él, ¿tendríamos algo más que lo imaginario, la utopía? ¿Y qué es lo real para nuestros pensadores orientales tradicionales, de modo que puedan tener acceso al «octavo clima», al Na-koja-Abad, abandonando el lugar sensorial sin abandonar lo real o, mejor dicho, teniendo acceso precisamente a lo real? Esto presupone una escala del ser con muchos más grados que la nuestra. Porque no nos equivoquemos. No basta con admitir que nuestros predecesores, en Occidente, tenían una concepción de la Imaginación demasiado racionalista y demasiado intelectualizada. Si no disponemos de una cosmología cuyo esquema pueda incluir, como la de nuestros filósofos tradicionales, la pluralidad de los universos en orden ascensional, nuestra Imaginación permanecerá desequilibrada, sus conjunciones recurrentes con la voluntad de poder serán una fuente inagotable de horrores. Estaremos continuamente buscando una nueva disciplina de la Imaginación, y tendremos grandes dificultades para encontrarla mientras persistamos en no ver en ella más que una cierta manera de guardar las distancias con respecto a lo que llamamos lo real, y de ejercer una influencia sobre ese real. Ahora bien, ese real se nos aparece como arbitrariamente limitado, en cuanto lo comparamos con el real que han vislumbrado nuestros teósofos tradicionales, y esa limitación degrada la realidad misma. Además, siempre aparece como excusa la palabra fantasía: fantasía literaria, por ejemplo, o preferiblemente, al gusto y estilo de la época, fantasía social.

Pero es imposible evitar preguntarse si el mundus imaginalis, en el sentido propio del término, se perdería necesariamente y sólo dejaría espacio a lo imaginario si no fuera necesaria algo así como una secularización de lo imaginal en lo imaginario para que triunfara lo fantástico, lo horrible, lo monstruoso, lo macabro, lo miserable y lo absurdo. Por otra parte, el arte y la imaginación de la cultura islámica en su forma tradicional se caracterizan por lo hierático y lo serio, por la gravedad, la estilización y el significado. Ni nuestras utopías, ni nuestra ciencia ficción, ni el siniestro «omegapoint»; nada de eso consigue salir de este mundo o alcanzar Na-koja-Abad. Quienes han conocido el «octavo clima» no han inventado utopías, ni el pensamiento último del chiismo es una fantasía social o política, sino que es una escatología, porque es una expectativa que es, como tal, una Presencia real aquí y ahora en otro mundo, y un testimonio de ese otro mundo.

III. TOPOGRAFÍAS DEL «OCTAVO CLIMA»

Deberíamos examinar aquí la extensa teoría de los testigos de ese otro mundo. Deberíamos interrogar a todos aquellos místicos que, en el Islam, repitieron la experiencia visionaria de la asunción celestial del Profeta Muhammad (el mi’raj), que ofrece más de un rasgo en común con el relato, conservado en un antiguo libro gnóstico, de las visiones celestiales del profeta Isaías. Allí, la actividad de percepción imaginativa asume verdaderamente el aspecto de una hierognosis, de un conocimiento sacro superior. Pero para completar nuestra discusión, me limitaré a describir varios rasgos típicos de los relatos tomados de la literatura chiíta, porque el mundo en el que nos permitirá penetrar parece, a primera vista, ser todavía nuestro mundo, mientras que de hecho los acontecimientos se desarrollan en el octavo clima, no en el imaginario, sino en el mundo imaginal, es decir, el mundo cuyas coordenadas no pueden trazarse en nuestros mapas, y donde el Duodécimo Imam, el «Imam Oculto», vive una vida misteriosa rodeado de sus compañeros, que están velados bajo el mismo incógnito que el Imam. Uno de los más típicos de estos relatos es la historia de un viaje a «la Isla Verde situada en el Mar Blanco».

Es imposible describir aquí, ni siquiera a grandes rasgos, lo que constituye la esencia del islam chií en relación con lo que se denomina apropiadamente ortodoxia sunní. Es necesario, sin embargo, que tengamos presente, al menos alusivamente, el tema que domina el horizonte de la teosofía mística del chiismo, a saber, la «Realidad profética eterna» (Haqiqat mohammadiya) que se designa como «Logos muhammadiano» o «Luz muhammadiana» y está compuesta por catorce entidades de luz: el Profeta, su hija Fátima y los doce Imames. Se trata del pleroma de los «Catorce Puros», mediante cuyo semblante se cumple de mundo en mundo el misterio de una teofanía eterna. El chiismo ha dado así a la profetología islámica su fundamento metafísico al mismo tiempo que le ha dado la lmamología como complemento absolutamente necesario. Esto significa que el sentido de las Revelaciones Divinas no se limita a la letra, a lo exotérico que es la corteza y el contenedor, y que fue enunciado por el Profeta; el verdadero sentido es lo interno oculto, lo esotérico, lo que simboliza la corteza, y que incumbe a los Imames revelar a sus seguidores. Por eso la teosofía chií posee eminentemente el sentido de los símbolos.

Además, el grupo cerrado o dinastía de los doce Imames no es una dinastía política en competencia terrestre con otras dinastías políticas; se proyecta sobre ellas, en cierto modo, como la dinastía de los guardianes del Grial, en nuestras tradiciones occidentales, se proyecta sobre la jerarquía oficial de la Iglesia. La efímera aparición terrestre de los doce Imames concluyó con el duodécimo, que, siendo un niño pequeño (en 260 d.C./873 d.C.) se ocultó de este mundo, pero cuya parusía anunció el propio Profeta, la Manifestación al final de nuestro Aión, cuando revelaría el significado oculto de todas las Revelaciones Divinas y llenaría la tierra de justicia y paz, como hasta entonces habrá estado llena de violencia y tiranía. Presente simultáneamente en el pasado y en el futuro, el Duodécimo Imam, el Imam Oculto, ha sido durante diez siglos la historia misma de la conciencia chiíta, una historia sobre la cual, por supuesto, la crítica histórica pierde sus derechos, pues sus acontecimientos, aunque reales, no tienen sin embargo la realidad de los acontecimientos de nuestros climas, pero tienen la realidad de los del «octavo clima», acontecimientos del alma que son visiones. Su ocultación se produjo en dos momentos diferentes: la ocultación menor (260/873) y la ocultación mayor (330/942).17 Desde entonces, el Imam Oculto se encuentra en la posición de aquellos que fueron alejados del mundo visible sin cruzar el umbral de la muerte: Enoch, Elías y el propio Cristo, según la enseñanza del Corán. Es el Imam «oculto a los sentidos, pero presente en el corazón de sus seguidores», según las palabras de la fórmula consagrada, pues sigue siendo el polo místico [qotb] de este mundo, el polo de los polos, sin cuya existencia el mundo humano no podría seguir existiendo. Existe toda una literatura chií sobre aquellos a quienes el Imam se ha manifestado, o que se han acercado a él pero sin verlo, durante el período de la Gran Ocultación.

Por supuesto, la comprensión de estos relatos postula ciertas premisas que nuestros análisis precedentes nos permiten aceptar. La primera es que el Imam vive en un lugar misterioso que no figura en absoluto entre los que la geografía empírica puede verificar; no puede situarse en nuestros mapas. Este lugar «fuera de lugar» tiene, sin embargo, su propia topografía. El segundo punto es que la vida no se limita a las condiciones de nuestro mundo material visible con sus leyes biológicas que conocemos. Hay acontecimientos en la vida del Imam Oculto, incluso descripciones de sus cinco hijos, que son los gobernadores de ciudades misteriosas. El tercer punto es que, en su última carta a su último representante visible, el Imam advirtió contra la impostura de quienes pretendieran citarle, haberle visto, para reivindicar un papel público o político en su nombre. Pero el Imam nunca excluyó que se manifestara para ayudar a alguien en apuros materiales o morales: un viajero perdido, por ejemplo, o un creyente desesperado.

Estas manifestaciones, sin embargo, nunca se producen salvo por iniciativa del Imam; y si éste aparece la mayoría de las veces bajo la apariencia de un joven de belleza sobrenatural, casi siempre, salvo excepciones, la persona a la que se concede el privilegio de esta visión sólo es consciente después, más tarde, de a quién ha visto. Un estricto incógnito cubre estas manifestaciones; por eso el acontecimiento religioso aquí nunca puede ser socializado. El mismo incógnito cubre a los compañeros del Imam, esa élite de élites compuesta por jóvenes a su servicio. Forman una jerarquía esotérica de número estrictamente limitado, que permanece permanente mediante la sustitución de generación en generación. Esta orden mística de caballeros, que rodea al Imam Oculto, está sujeta a un incógnito tan estricto como el de los caballeros del Grial, en la medida en que no conducen a nadie hacia ellos. Pero alguien que haya sido conducido allí habrá penetrado por un momento en el octavo clima; por un momento habrá estado «en la totalidad del Cielo de su alma».

Ésa fue, en efecto, la experiencia de un joven shaykh iraní, ‘Ali ibn Fazel Mazandarani, hacia finales de nuestro siglo XIII, experiencia registrada en el Relato de las cosas extrañas y maravillosas que contempló y vio con sus propios ojos en la Isla Verde situada en el Mar Blanco. El propio narrador hace un largo recuento de los años y circunstancias de su vida anteriores al suceso; estamos ante una personalidad erudita y espiritual que tiene los dos pies en la tierra. Nos cuenta cómo emigró, cómo en Damasco siguió las enseñanzas de un shaykh andaluz, y cómo se encariñó con éste; y cuando éste partió hacia Egipto, él junto con algunos otros discípulos lo acompañaron. Desde El Cairo le siguió hasta Andalucía, donde el shaykh había sido llamado repentinamente por una carta de su padre moribundo. Nuestro narrador apenas había llegado a Andalucía cuando contrajo una fiebre que le duró tres días. Una vez recuperado, entró en el pueblo y vio a un extraño grupo de hombres que habían venido de una región cercana a la tierra de los bereberes, no lejos de la «península de los chiíes». Le dicen que el viaje dura veinticinco días y que hay que atravesar un gran desierto. Decide unirse al grupo. Hasta aquí, seguimos más o menos en el mapa geográfico.

Pero ya no es seguro que sigamos en él cuando nuestro viajero llega a la península de los chiíes, una península rodeada por cuatro murallas con altas torres macizas; la muralla exterior bordea la costa del mar. Pide que le lleven a la mezquita principal. Allí, por primera vez, oye, durante la llamada a la oración del almuédano, que resuena desde el minarete de la mezquita, la invocación chií pidiendo que «la alegría se apresure», es decir, la alegría de la futura Aparición del Imam, que ahora está oculto. Para comprender su emoción y sus lágrimas, es necesario pensar en las atroces persecuciones que, a lo largo de muchos siglos y sobre vastas porciones del territorio del Islam, redujeron a los chiíes, seguidores de los santos Imames, a un estado de clandestinidad. El reconocimiento entre los chiíes se efectúa aquí de nuevo en la observación, de manera típica, de las costumbres de la «disciplina del arcano».

Nuestro peregrino se instala entre los suyos, pero observa en el curso de sus paseos que no hay ningún campo sembrado en la zona. ¿De dónde obtienen los habitantes su alimento? Se entera de que la comida les llega de «la Isla Verde situada en el Mar Blanco», que es una de las islas pertenecientes a los hijos del Imam Oculto. Dos veces al año, una flotilla de siete barcos se los trae. Ese año ya había tenido lugar el primer viaje; habría que esperar cuatro meses hasta el siguiente. El relato describe al peregrino pasando sus días, abrumado por la amabilidad de los habitantes, pero sumido en una angustiosa expectación, caminando incansablemente por la playa, siempre vigilando la alta mar, hacia el oeste, por si llegaban los barcos. Podríamos tener la tentación de creer que estamos en la costa africana del Atlántico y que la Isla Verde pertenece, tal vez, a las Canarias o a las «Islas Afortunadas». Los detalles que siguen bastarán para desengañarnos. Otras tradiciones sitúan la Isla Verde en otro lugar -en el mar Caspio, por ejemplo- como para indicarnos que no tiene coordenadas en la geografía de este mundo.

Por último, como si según la ley del «octavo clima» el deseo ardiente hubiera acortado el espacio, los siete barcos llegan con cierta antelación y hacen su entrada en el puerto. Del mayor de los barcos desciende un shaykh de aspecto noble e imponente, con un rostro apuesto y ropas magníficas. Comienza una conversación, y nuestro peregrino se da cuenta con asombro de que el shaykh ya lo sabe todo sobre él, su nombre y su origen. El shaykh es su Compañero, y le dice que ha venido a buscarle: juntos partirán hacia la Isla Verde. Este episodio presenta un rasgo característico del gnóstico que se siente en todas partes y siempre: es un exiliado, separado de los suyos, a los que apenas recuerda, y aún tiene menos idea del camino que le llevará de vuelta a ellos. Un día, sin embargo, llega un mensaje de ellos, como en el «Canto de la Perla» de los Hechos de Tomás, como en el «Cuento del exilio occidental» de Sohravardi. Aquí, hay algo mejor que un mensaje: es uno de los compañeros del Imam en persona. Nuestro narrador exclama conmovido: «Al oír estas palabras, me invadió la felicidad. Alguien se acordaba de mí, ¡conocían mi nombre!». ¿Había terminado su exilio? A partir de ahora, está completamente seguro de que el itinerario no puede trasladarse a nuestros mapas.

La travesía dura dieciséis días, tras los cuales el barco entra en una zona donde las aguas del mar son completamente blancas; la Isla Verde se perfila en el horizonte. Nuestro peregrino se entera por su Compañero de que el Mar Blanco forma una zona de protección infranqueable alrededor de la isla; ningún barco tripulado por los enemigos del Imam y de su pueblo puede aventurarse hasta allí sin que las olas lo engullan. Nuestros viajeros desembarcan en la Isla Verde. Hay una ciudad al borde del mar; siete murallas con altas torres protegen el recinto (éste es el plano simbólico preeminente). Hay una vegetación exuberante y abundantes arroyos. Los edificios están construidos con mármol diáfano. Todos los habitantes tienen rostros bellos y jóvenes, y visten magníficas ropas. Nuestro shaykh iraní siente que su corazón se llena de alegría, y a partir de este momento, a lo largo de toda la segunda parte, su relato tomará el ritmo y el sentido de un relato iniciático, en el que podemos distinguir tres fases. Hay una primera serie de conversaciones con un noble personaje que no es otro que un nieto del Duodécimo Imam (hijo de uno de sus cinco hijos), y que gobierna la Isla Verde: Sayyed Shamsoddin. Estas conversaciones componen una primera iniciación al secreto del Imam Oculto; tienen lugar unas veces a la sombra de una mezquita y otras en la serenidad de jardines llenos de árboles perfumados de todo tipo. Sigue una visita a un misterioso santuario en el corazón de la montaña que es el guisante más alto de la isla. Por último, se concluye con una serie de conversaciones de importancia decisiva con respecto a la posibilidad o no de tener una visión del Imam.

Hago aquí un resumen lo más breve posible, y debo pasar en silencio los detalles de la representación escenográfica y de una dramaturgia intensamente animada, para anotar únicamente el episodio central. En la cima o en el corazón de la montaña, que está en el centro de la Isla Verde, hay un pequeño templo, con una cúpula, donde uno puede comunicarse con el Imam, porque sucede que deja allí un mensaje personal, pero a nadie se le permite subir a este templo, excepto a Sayyed Shamsoddin y a los que son como él. Este pequeño templo se alza a la sombra del árbol Tuba; ahora bien, sabemos que éste es el nombre del árbol que da sombra al Paraíso; es el Árbol del Ser. El templo está al borde de un manantial que, puesto que brota en la base del Árbol del Paraíso, sólo puede ser el Manantial de la Vida. Para confirmárnoslo, nuestro peregrino encuentra allí al titular de este templo, en quien reconocemos al misterioso profeta Khezr (Khadir). Es allí, en el corazón del ser, a la sombra del Árbol y al borde del Manantial, donde se encuentra el santuario en el que el Imam Oculto puede acercarse más de cerca. Aquí tenemos toda una constelación de símbolos arquetípicos fácilmente reconocibles.

Hemos aprendido, entre otras cosas, que el acceso al pequeño templo místico sólo estaba permitido a una persona que, al alcanzar el grado espiritual en el que el Imam se ha convertido en su Guía interno personal, ha alcanzado un estado «similar» al del descendiente real del Imam. Por ello, la idea de la conformación interna está verdaderamente en el centro del relato iniciático, y es lo que permite al peregrino conocer otros secretos de la Isla Verde: por ejemplo, el simbolismo de un ritual particularmente elocuente.19 En el calendario litúrgico chií, el viernes es el día de la semana especialmente dedicado al Duodécimo Imam. Además, en el calendario lunar, la mitad del mes marca el punto medio del ciclo lunar, y la mitad del mes de Sha’ban es la fecha aniversaria del nacimiento del Duodécimo Imam en este mundo. Así pues, un viernes, mientras nuestro peregrino iraní reza en la mezquita, oye una gran conmoción fuera. Su iniciador, Sayyed, le informa de que cada vez que el día de mediados de mes cae en viernes, los jefes de la misteriosa milicia que rodea al Imam se reúnen en «espera de la alegría», término consagrado, como sabemos, que significa: en espera de la Manifestación del Imam en este mundo. Al salir de la mezquita, ve una reunión de jinetes de la que se eleva un clamor triunfal. Se trata de los 313 jefes de la orden sobrenatural de caballeros siempre presentes de incógnito en este mundo, al servicio del Imam. Este episodio nos conduce gradualmente a las escenas finales que preceden a la despedida. Como un leitmotiv, la expresión del deseo de ver al Imam vuelve sin cesar. Nuestro peregrino aprenderá que dos veces en su vida estuvo en presencia del Imam: se perdió en el desierto y el Imam acudió en su ayuda. Pero, como es una regla casi constante, no supo nada de ello entonces; se entera ahora que ha llegado a la Isla Verde. Desgraciadamente, debe abandonar esta isla; la orden no puede anularse; los barcos le esperan, el mismo en el que llegó. Pero más aún que para el viaje de ida, nos es imposible trazar el itinerario que conduce del «octavo clima» a este mundo. Nuestro viajero borra sus huellas, pero conservará algunas pruebas materiales de su estancia: las páginas de notas tomadas en el curso de sus conversaciones con el nieto del Imam, y el regalo de despedida de este último en el momento de la despedida.

El relato de la Isla Verde nos permite una abundante cosecha de símbolos: (1) Es una de las islas pertenecientes al hijo del Duodécimo Imam. (2) Es esa isla, donde brota el Manantial de la Vida, a la sombra del Árbol del Paraíso, que asegura el sustento de los seguidores del Imam que viven lejos, y ese sustento sólo puede ser un alimento «suprasustancial». (3) Está situado en el oeste, como la ciudad de Jabarsa está situada en el nosotros del mundus imaginalis, por lo que ofrece una extraña analogía con el paraíso de Oriente, el paraíso de Amitabha en el budismo de la Tierra Pura; del mismo modo, la figura del Duodécimo Imam sugiere la comparación con Maitreya, el Buda futuro; también existe una analogía con Tir-na’n-Og, uno de los mundos del Más Allá entre los celtas, la tierra de Occidente y de los siempre jóvenes. (4) Al igual que el dominio del Grial, es un intermundo autosuficiente. (5) Está protegido y es inmune a cualquier intento procedente del exterior. (6) Sólo quien es convocado allí puede encontrar el camino. (7) Una montaña se eleva en el centro; hemos observado los símbolos que oculta. (8) Al igual que el Monte-Salvat, la inviolable Isla Verde es el lugar donde sus seguidores se acercan al polo místico del mundo, el Imam Oculto, que reina invisiblemente sobre esta época: la joya de la fe chiíta.

Este relato se completa con otros, ya que, como hemos mencionado, nada se ha dicho hasta ahora sobre las islas bajo el reinado de las figuras verdaderamente extraordinarias que son los cinco hijos del Imam Oculto (homólogos de aquellos a los que el chiismo designa como los «Cinco Personajes del Manto «20 y quizás también de aquellos a los que el maniqueísmo designa como los «Cinco Hijos del Espíritu Vivo»). Un relato anterior21 (es de mediados del siglo XII y el narrador es cristiano) nos proporciona información topográfica complementaria. También en este caso se trata de unos viajeros que de repente se dan cuenta de que su barco ha entrado en una zona completamente desconocida. Desembarcan en una primera isla, al-Mobaraka, la Ciudad Bendita. Ciertas dificultades, provocadas por la presencia entre ellos de musulmanes sunníes, les obligan a viajar más lejos. Pero su capitán se niega, temeroso de la región desconocida. Tienen que contratar una nueva tripulación. Se suceden los nombres de las cinco islas y de quienes las gobiernan: al-Zahera, la Ciudad Floreciente; al-Ra’yeqa, la Ciudad Límpida; al-Safiya, la Ciudad Serena, etc. Quien logra entrar en ellas, entra en la alegría para siempre. Cinco islas, cinco ciudades, cinco hijos del Imam, doce meses para recorrer las islas (dos meses para cada una de las cuatro primeras, cuatro meses para la quinta), todos estos números tienen un significado simbólico. También aquí el relato se convierte en un relato de iniciación; todos los viajeros abrazan finalmente la fe chií.

Como no hay regla sin excepción, concluiré citando de forma resumida un relato que ilustra un caso de manifestación del Imam en persona22. Un iraní de Hamadán peregrinó a La Meca. A la vuelta, a un día de camino de La Meca (más de dos mil kilómetros de Hamadán), tras haberse extraviado imprudentemente durante la noche, pierde a sus compañeros. Por la mañana vaga solo por el desierto y deposita su confianza en Dios. De repente, ve un jardín del que ni él ni nadie había oído hablar. Entra en él. A la puerta de un pabellón, dos jóvenes pajes vestidos de blanco le esperan y le conducen hasta una joven mar de belleza sobrenatural. Para su temor y asombro, se entera de que está en presencia del Duodécimo Imam. Éste le habla de su futura aparición y, finalmente, dirigiéndose a él por su nombre, le pregunta si desea regresar a su hogar y a su familia. Ciertamente, quiere hacerlo. El Imam hace una señal a uno de sus pajes, que entrega al viajero un monedero, lo coge de la mano y lo guía por los jardines. Caminan juntos hasta que el viajero ve un grupo de casas, una mezquita y árboles de sombra que le resultan familiares. Sonriendo, el paje le pregunta: «¿Conoces esta tierra?» «Cerca de donde vivo, en Hamadán», responde, «hay una tierra llamada Asadabad, que se parece exactamente a este lugar». El paje le dice: «Pero si estás en Asadabad. » Asombrado, el viajero se da cuenta de que en realidad está cerca de su casa. Se da la vuelta; el paje ya no está, entonces se encuentra solo, pero aún tiene en la mano el viático que le ha sido entregado. ¿No decíamos hace un rato que el dónde, el ubi del «octavo clima» es un ubique?

Sé cuántos comentarios pueden aplicarse a este relato según seamos metafísicos, tradicionalistas o no, o según seamos psicólogos. Pero a modo de conclusión provisional, prefiero limitarme a formular tres pequeñas preguntas:

1. Ya no somos partícipes de una cultura tradicional; vivimos en una civilización científica que extiende su control, decía, incluso a las imágenes. Es un lugar común hablar hoy de una «civilización de la imagen» (pensando en nuestras revistas, cine y televisión). Pero uno se pregunta si, como todo lugar común, esto no esconde un malentendido radical, un error completo. Pues en lugar de que la imagen se eleve al nivel de un mundo que le sería propio, en lugar de que aparezca investida de una función simbólica, conducente a un sentido interno, se produce ante todo una reducción de la imagen al nivel de la percepción sensorial pura y simple, y por tanto una degradación definitiva de la imagen. ¿No habría que decir, por tanto, que cuanto más exitosa es esta reducción, más se pierde el sentido de lo imaginal y más condenados estamos a producir sólo lo imaginario?

2. En segundo lugar, todo lo imaginario, la perspectiva escénica de un relato como el viaje a la Isla Verde, o el encuentro repentino con el Imam en un oasis desconocido, ¿sería posible sin el hecho inicial (Urphanomen) absolutamente primario e irreductible, objetivo, de un mundo de arquetipos de imágenes o de fuentes de imágenes cuyo origen no es racional y cuya incursión en nuestro mundo es imprevisible, pero cuyo postulado obliga a reconocer?

3. En tercer lugar, ¿no es precisamente este postulado de la objetividad del mundo imaginal lo que nos sugieren, o nos imponen, ciertas formas o ciertos emblemas simbólicos (herméticos, cabalísticos o mandalas) que tienen la cualidad de efectuar un despliegue mágico de imágenes mentales, de tal modo que asumen una realidad objetiva?

Para indicar en qué sentido es posible hacerse una idea de cómo responder a la pregunta relativa a la realidad objetiva de las figuras sobrenaturales y de los encuentros con ellas, me referiré simplemente a un texto extraordinario, donde Villiers de L’Isle-Adam habla del rostro del inescrutable Mensajero con ojos de arcilla; éste «no podía ser percibido más que por el espíritu. Las criaturas sólo experimentan las influencias inherentes a la entidad arcangélica. «Los ángeles», escribe, «no son, en sustancia, sino en la libre sublimidad de los Cielos absolutos, donde la realidad se unifica con lo ideal… Sólo se exteriorizan en el éxtasis que provocan y que forma parte de ellos mismos».23

Estas últimas palabras, un éxtasis… que forma parte de sí mismo, me parecen poseer una claridad profética, pues tienen la cualidad de atravesar incluso el granito de la duda, de paralizar el «reflejo agnóstico», en el sentido de que rompen el aislamiento recíproco de la conciencia y su objeto, del pensamiento y el ser; la fenomenología es ahora una ontología. Sin duda, éste es el postulado implícito en la enseñanza de nuestros autores sobre lo imaginal. Pues no hay otro criterio externo para la manifestación del Ángel que la manifestación misma. El Ángel es en sí mismo la ekstasis, el «desplazamiento» o la salida de nosotros mismos que es un «cambio de estado» de nuestro estado. Por eso estas palabras nos sugieren también el secreto del ser sobrenatural del «Imam Oculto» y de sus Apariciones para la conciencia chií: el Imam es la ekstasis misma de esa conciencia. Quien no se encuentra en el mismo estado espiritual no puede verlo.

A esto alude Sohravardi en su cuento «El Arcángel Carmesí» con las palabras que citamos al principio: «Si eres Khezr, también podrás atravesar sin dificultad la montaña de Qaf».

Marzo de 1964

Notas

1 Véase L’Archange empourpré, quinze traités et récits mystiques, Documents spirituels 14 (París: Fayard, 1976), 6: 201-213. Para la totalidad de los temas tratados aquí, véase nuestro libro En islam iranien, aspects spirituels et philosophiques (París: Gallimard, 1978), vol. 4, bk. 7, «Le Douzième Imam et la chevalerie spirituelle».

2 Véase L’Archange empourpre, 7: 227-239.

3 Véase nuestra Histoire de la philosophie islamique (París: Gallimard, 1964), 1: 222 y ss., 317 y ss.

4 Por eso la representación de la Esfera de las Esferas en la astronomía peripatética o ptolemaica es sólo una indicación esquemática; sigue teniendo valor incluso después de que se abandone esta astronomía. Esto significa que por muy «alto» que puedan llegar los cohetes o los sputniks, no se dará ni un solo paso hacia Na-koja-Abad, pues no se habrá cruzado el «umbral».

5 Sobre esta idea de presencia, véase en particular nuestra introducción a Molla Sadra Shirazi, Le Livre des penetrations métaphysiques (Kitab al-Masha’ir), edición y traducción francesa (Bibliothèque Iranienne, vol. 10), París: Adrien-Maisonneuve, 1964, índice bajo este término.

6 Véase nuestra obra Spiritual Body and Celestial Earth: From Mazdean Iran to Shi’ite Iran (Princeton: Princeton University Press, 1977), especialmente los textos de los once autores traducidos por primera vez, en la segunda parte de la obra. Las notas se refieren a la segunda edición francesa, Corps spirituel et Terre céleste: de l’Iran mazdéen a l’ran shi’ite (París: Buchet-Chastel, 1979).

7 Corps spirituel, p. 147.

8 Para lo que sigue, ibídem, pp. 103, 106, 112 y ss., 154 y ss.

9 Ibídem, pp. 156 y ss., 190 y ss.

10 Ibídem, pp. 112 y ss., 154 y ss.

11 Ibídem, p. 155

12 Ibídem, p. 112.

13 Ibídem, p. 113.

14 Emanuel Swedenborg, El cielo y sus maravillas y El infierno, trans. J. C. Ager (Nueva York: Fundación Swedenborg, 1900), §§ 191 a 195. Swedenborg vuelve repetidamente sobre esta doctrina del espacio y el tiempo, por ejemplo en el breve libro Las Tierras en el Universo. Si no hay una conciencia rigurosa de ello, sus experiencias visionarias serán objetadas por una crítica tan simplista como ineficaz, pues confunde la visión espiritual del mundo espiritual con lo que se refiere a la fantasía de la ciencia ficción. Existe un abismo entre ambas.

15 Véase nuestro artículo «La place de Molla Sadrda Shirazi (ob. 1050/1640) dans la philosophie iranienne», Studia Islamica (1963), así como la obra citada anteriormente, nota 5.

16 Véase nuestra obra L’Imagination créatrice dans le soufisme d’Ibn ‘Arabî, 2ª ed. (París: Flammarion, 1977), p. 139. (Primera edición traducida como La imaginación creadora en el sufismo de Ibn ‘Arabî [Princeton: Princeton University Press, 1969]). Sobre la teoría de los Angeli caelestes, véase nuestro libro Avicenne et le Récit visionnaire, vol. 1, Bibliotheque Iranienne, vol. 4 (París: Adrien-Maisonneuve, 1954; 2ª ed., París: Berg international, 1982). Traducción inglesa de la primera edición: Avicenna and the Visionary Recital (Princeton: Princeton University Press, 1960).

17 Para más detalles, véase En islam iranien, vol. 4, bk. 7; y nuestra Histoire de la philosophie islamique, pp. 101 y ss.

18 Véase en Islam iranien, vol. 4, bk. 7, pp. 346 y ss.

19 Ibídem, pp. 361-362.

20 Ibídem, p. 373.

21 Ibídem, § 3, pp. 367 y ss.

22 Ibídem, § 4, pp. 374 y ss.

23 Villiers de L’Isle-Adam, L’Annonciateur (epílogo).

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