El siguiente texto es un fragmento de «Los Principios del Arte Hindú», extraído del libro La Tradición Hindú, de la editorial Olañeta, Colección Sophia Perennis nº 31.
Cuentan que un día en que el sabio Shankarâchârya trataba de dilucidar el misterio de lo bello por medio de reglas, la Belleza misma se le apareció ante sus ojos bajo una forma que violaba, al parecer, todas las leyes. Entonces el sabio, comprendiendo su error, exclamó: «Oh diosa, esas reglas no están hechas para ti; esos cánones, esas clasificaciones y esos análisis son sólo aplicables a las imágenes destinadas al culto. Mientras que las formas que revistes, oh Belleza, son innumerables, ninguna ley puede contenerlas…»
Así, por boca de su más grande pensador -que era a la vez un gigante intelectual, un sabio y un iniciado- la India respondió de antemano a Europa, que debía reprocharle un desprecio sistemático por la libertad del artista y la variedad de la vida. ¡Singular reproche! La India, por el contrario, es tan poco exclusiva que, para ella, los dos únicos obstáculos que entorpecen el desarrollo de la experiencia estética son el dominio de la sensualidad sobre el cuerpo, que impide la liberación de los sentidos, y el dominio del espíritu de sistema sobre la mente, que impide la liberación espiritual. El espíritu de sistema: ¿quién está más poseído por él que Europa, con respecto a la India, cuando lleva su inconsciencia hasta negar a los pensadores hindúes el derecho a testificar a favor de su propia tradición?
Europa no comprende que las anteriores reglas no son nada si no se sabe utilizarlas, es decir, realizarlas. Ahora bien, para hacer eso, ser requiere la más completa y perfecta espontaneidad. Si las leyes no pueden ser integradas y revividas, se hace inútil conocerlas, ya que es imposible utilizarlas.
Al igual que la realización metafísica no es más que el desarrollo consciente de las posibilidades interiores hasta entonces inconscientes, pero perfectamente existentes y reales, para un hindú, la experiencia estética no consiste en la copia mecánica de los cánones exteriores y en un conformismo perezoso y cómodo, sino en una creación verdadera, como la teoría del rasa ha podido, por otro lado, enseñarnos, ya que es aplicable tanto al artista como al aficionado.
La forma no puede ser creada más que según la manera como es conocida, y no es conocida más que en un acto de unión profundo. La perfección del arte se alcanza cuando, no solo se reconcilian, sino que se identifican los elementos espirituales y materiales. Y si la forma parece depender de las reglas, es por la mediación necesaria del corazón, centro común en el que se encuentran el artista que concibe y el objeto concebido.
Así pues, parece que los ejercicios de concentración y contemplación no son propios del yogui sino que conciernen, también, al artista. Es además característico que a este se le llame no sólo shilpin, sino a veces mantrin y yogui. La obra debe, en efecto, estar acabada en la imaginación antes de ser comenzada realmente. En esta experiencia preliminar, al igual que en un ejercicio de yoga, el artista toma de su tema un conocimiento íntimo, rítmico, casi muscular que infunde en él la noción necesaria para la exteriorización de su idea.
Por eso, a lo esencial de la experiencia artística se le llama a veces dhvani (resonancia). Es el eco del sentido profundo del objeto que surge después de una concentración prolongada y continuada sin fin ni interrupción hasta que el propio cuerpo del artista vibra, si puede decirse, al unísono con su obra futura.
Con esta visión, estamos lejos tanto de lo que la Europa superficial denomina «observación» como de lo que llama «inspiración», no interviniendo esta segunda y misteriosa hipótesis más que para paliar, justamente, la carencia de la primera. La observación, incluso prolongada durante años, no conduciría a nada. En cuanto a la inspiración, es una forma fortuita, inconsciente, «mística» y larvada de la concentración verdadera; eso es todo lo que subsiste en Europa, en estado fragmentario e incomprensible, de una herencia milenaria.
La concentración es una atención, una contemplación (dhyâna), y no la adquisición de un poder desconocido. Para el hindú, el «genio» o incluso el «talento» no es un don imprevisto o fortuito, es el desarrollo gradual, la rectificación continua de una personalidad, realizada tanto en unas condiciones anteriores de existencia como en esta vida. Es una ascensión progresiva hacia la «espontaneidad» divina, de la que la espontaneidad artística (sahaja) es una imagen y un reflejo. Por eso, la experiencia estética nos hace penetrar más profundamente en el corazón de la realidad verdadera que cualquier otra experiencia más concreta. «Sobre el gran lienzo del Sí, dice Shankaracharya, la pintura de los mundos es hecha por el Sí-Mismo, que se complace con esta visión.»
Cuando se reconoce una falta en una obra de arte, los hindúes no la atribuyen a un desconocimiento de las reglas, como decimos en Europa, sino a una relajación de la atención, a una concentración imperfecta (shithila-samâdhi), pues la concentración debe mantenerse por un igual durante la ejecución. En efecto, la palabra yoga lleva consigo un sentido completamente práctico de aptitud y virtuosidad, y la propia iniciación es a veces denominada «transformación métrica».
La apariencia crudamente sistemática de los cánones hindúes se desvanece, pues, cuando uno se toma la molestia de profundizar su sentido. Su método es, al contrario que su reputación, profundamente liberador e iniciático. Su eficacia y su rendimiento son considerables y eso debería ser, para unos espíritus realistas, una recomendación suficiente, si el pseudo-positivismo de Europa no desapareciera de inmediato cuando sus prejuicios entran en juego.
No obstante, ¿no hemos sobrestimado nosotros mismos las ventajas de una libertad que no puede ser más que un ideal? En la práctica, vale el uso que de ella se hace, y la única libertad verdadera sería no hacer nada. Sólo ofrece un punto de partida. Y cualquiera que sea el fin posterior, elegido o impuesto, llevará consigo sus obligaciones particulares, es decir, sus reglas. No se puede escapar a ello. Se estará obligado a obedecer a las exigencias mezquinas de una obscura coincidencia. Siempre se estará limitado, tipificado y especializado por algo o alguien. Si el artista no es formado por la educación, lo será por la «vida», es decir, por las circunstancias contingentes, la rutina, el abandono y sus degradaciones.
¿No es mejor obedecer conscientemente desde el principio a unas leyes tradicionales, es decir, conformes al origen de las cosas, a las que no hacen más que expresar, y tan amplias y tan indefinidas en modalidades como las posibilidades de existencia? En tal caso, las reglas ya no imponen su yugo a la libre espontaneidad, sino que constituyen el vehículo mismo de su manifestación.